Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 8 de febrero de 2015 Num: 1040

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El acuerdo
Javier Bustillos Zamorano

Leonela Relys: elogio
de la maestra

Rosa Miriam Elizalde

Décimas para recordar
a Xavier Villaurrutia

Hugo Gutiérrez Vega

Szilágyi y la judicatura
Ricardo Guzmán Wolffer

Las mujeres de
Casa Xochiquetzal

Fabrizio Lorusso

Visiones de Caracas
Leandro Arellano

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Columnas:
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Ricardo Guzmán Wolffer
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La Jornada Semanal

 
 
Ricardo Guzmán Wolffer

La liberación del juez, de Ferenc Szilágyi (Budapest, 1895- Estocolmo, 1967) es una pequeña historia con tanto contenido que, para aquellos no interesados en la vigencia del esperanto, apenas se recordará haber sido escrito en esa lengua.

En la historia no se mencionan nombres (de personajes o de provincias), ni el año de la acción. Si bien fue publicado originalmente en 1933, su contenido es vigente. La anécdota es sencilla: el juez, de treinta y cinco años, aburrido por la esposa grosera y por un trabajo que cada tanto le es tedioso, decide salir a pasear a un balneario cercano. En el tren conoce a una joven con la que camina por el campo y, al llegar a una cabaña de retiro vacía, después de comer y beber lo que encuentran, se besan. En un instante el encuentro sube de tono y cuando ella parece arrepentirse y él quiere continuar, la presencia fortuita de un guardián detiene el escarceo y ambos vuelven a tomar el tren, cada uno hacia su destino: él hacia su casa, con la harpía.

Es curioso que León Tolstói (1828- 1910), en su relato judicial La muerte de Iván Ilich, también incluyera el binomio juez aburrido-esposa fastidiosa. Si bien la causa, el desentendimiento masculino de las labores caseras, podría aplicarse a muchas otras profesiones, en ambos relatos matiza al juez. Con Szilágyi, el día inicia con la molestia de eludir los reproches maritales, de ahí que no sorprenda su deseo de dejar encargado el despacho judicial a un colega, para poder escapar de una sociedad que lo vigila y asfixia: antes de la huida es reconocido por una mujer que lo cuestiona al verlo que camina haciendo figuras de los movimientos de ajedrez; previamente huye de los reclamos de un niño, por suponer que su figura como juzgador puede deteriorarse si el infante lo acusa de molestarlo por intentar jugar con la arena en la que está el pequeño.

En pocos párrafos el autor evidencia la importancia social del juez y cómo se espera de él que tenga mesura y prudencia hasta para caminar en la calle. En los tiempos que corren en un país ensombrecido por crímenes apenas aclarados, donde la impunidad es tal que comienza a formar parte de la aceptación pública ante la aparente imposibilidad de remediarla, sin importar a qué partido pudiera reprochársele su aumento, la figura de los juzgadores adquiere relevancia, en algunos casos por ser la aparente última opción social.

La publicitada reforma penal, donde los juicios orales prometen dar todas las garantías a detenidos y procesados, enfrenta el reto, entre muchos otros, de contar con personal judicial, ministerial y de litigio preparado para una “nueva” forma de juzgar. Sus detractores reclaman que, ante la mayor impunidad y criminalidad vivida en siglos, el Estado responda con mayores garantías procesales para los detenidos. Lo que el texto llama a mirar de nuevo es cómo para el juez su reputación parece estar por encima de todo. No se permite a sí mismo tener un momento de regresión infantil y añorar la propia niñez, ni siquiera ser cuestionado en su forma de caminar. Cuando se halla en el forcejeo con la hermosa joven que parecía estar dispuesta a rematar un entrañable día de sorprendente camaradería, la presencia del guardia (de la autoridad vigilante, encarnación de una sociedad con leyes por aplicar) la salva de la imposición que parecía hacer el señor juez: cuando ella lo somete con el señalamiento de que el guardia puede volver, él pierde el impulso erótico: “El guardián, las convenciones, las costumbres, la moral reaparecieron de pronto en ese sueño improbable. También él empezó a sentir de nuevo un escalofrío en la columna, pensando en el escándalo que habría podido producirse. Pensando en su posición social. ¡Es juez! ¡Qué festín para los periódicos! Y su primera sensación fue de amargura contra las cadenas de la vida, de desesperanza contra las ataduras. La vida es efímera y es injusto ordenar lo efímero como si uno viviera eternamente.”

La importancia social de la figura judicial llega al extremo de que su labor contenciosa es opacada por cuestiones personales, incluso cuando no afectan sus decisiones judiciales. La narración de Szilágyi permite interpretar un forcejeo que no necesariamente es criminal, pues ella por momentos parece consentir, e incluso se aparta de él sin dificultad: es el instante de falta de control lo que rompe el sorprendente vínculo logrado entre el juez y la paseante, en un día de liberación de las rutinas personales (y, por extrapolación, de toda la sociedad: la falta de personalización de los personajes permite considerarlos como cualquier individuo que está huyendo de las convenciones sociales: el individuo como muestra de lo universal) y compenetración con la naturaleza. Por unas horas dejan atrás las reglas sociales y vuelven al deleite de caminar en el bosque: “todo el episodio promete placer, una aventura olvidable, feliz y excitante”. Cuando son los únicos pasajeros que bajan en la estación, recuerdan a Eva y Adán en el paraíso. Durante los momentos previos a la cabaña son felices y plenos, sin saber siquiera el nombre del otro: la identidad también sujeta, parece decir todo el texto, y es más gratificante el olvido momentáneo de lo social precisamente por ser un juez, la encarnación misma de todas las leyes y su aplicación, la esencia de lo social. Pronto se nos recuerda que no es permisible el olvido de las reglas. Los toqueteos en sí no serían reprochables si el juez no hubiera perdido el control: si hubiera seguido el curso natural del encuentro, tal vez habría obtenido la entrega de la mujer, pero al precipitarse rompe ese ritmo y la oportunidad. La actitud de la mujer es de mayor conciencia y se recupera casi instantáneamente. Para el juez, el hecho de haberse asomado a ese peculiar edén le hace peor el regreso al hogar, como si se tratara de un castigo autoimpuesto.

La liberación del juez es un texto clásico de un autor más conocido por sus aportaciones a la concreción de la lengua artificial creada en 1887, que por sus dotes literarias, aquí evidenciadas en una problemática que nos resulta cercana: la pérdida del control, individual y social, y sus consecuencias.