Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Ayotzinapa
y el drogadicto
que vende armas
Víctor Manuel Mendiola
Cinco vistas
del Monte Fuji
Alberto Blanco
Décimas
Ricardo Yáñez
Emmanuel Carballo
y la autobiografía
Vilma Fuentes
Albert Camus,
el exilio en casa
Juan Manuel Roca
La tercera independencia
de América Latina
Gustavo Ogarrio
Tomás Montero Torres:
el presente es
pasado aún
Sergio Gómez Montero
Leer
Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal
|
|

Luis Tovar
Twitter: @luistovars
Sensualidad en dos tiempos
I
Es de noche en Roma. Silenciosas, las calles de la ciudad eterna vuelven a ser, como todas las jornadas y sin que nadie sepa desde cuándo, el imperio que no concluyó con el de Constantino ni con el de ningún otro emperador, ni antes ni después ni nunca: en la vetusta los que mandan son los gatos, y su ley inapelable dicta sigilo y dicta pausa, ya que sólo así pueden ser cumplidos los rituales de la exploración nocturna. Empero, la sabiduría acumulada en sus paseos interminables le permite a los felinos tener claro cuándo es bueno que irrumpan excepciones y por eso toleran –mejor que eso: fomentan, aun celebran– que una Sylvia nada silenciosa vague por ahí, en el reino felinesco, para que con su presencia pueda serle añadida una letra “ele” al adjetivo; por eso mandan a su encuentro a un cachorro albo como alba es ella, perla piel del rostro, espalda interminable, colinas albas los hombros descubiertos, y ojos también claros como clara es la sorpresa de la mirada fel(l)inesca de una Sylvia que anticipa el éxtasis cuando desemboca en la plazoleta medialuna con la fuente –la célebre fontana– al fondo, diríase que llamándola con su rumor de agua indespreciable. Acto seguido, tras el dove stai, Marcello?, Sylvia se desprende del fugaz tocado vivo que hace un rato se había puesto, lo deja en el suelo con delicadeza, éste maúlla al alejarse, y entonces la albura de vestido oscuro se dirige a su destino de escultura viva, Boticelli y Michelangelo de súbito reunidos, más que en la carne, en la emoción humedecida de ese ángel terrenal tan vivo y tan constante que a Marcello, buscado y buscador en la más fellinesca de las noches, no le toma sino un segundo fugacísimo decidirse a acompañar a Sylvia entre las aguas, acercarse a ella más fascinado y cuidadoso que los gatos, y ser tan feliz como le es dable a un ser humano serlo cuando la acaricia pero sin tocarla, quizá intuyendo que la eternidad está hecha de eso: que Roma, la dolce vita por fin recuperada luego del horror de la postguerra, la belleza franca y pura y algunas otras maravillas pueden resumirse y caben todas en la sonrisa sin fronteras de Anita/Sylvia, la diva sueca a la que le bastó con esta imagen para convertirse, desde entonces para siempre, más que en un inobjetable objeto de deseo, y más también que en el signo insuperable de una época, en el símbolo preciso de una edad del alma, y como de paso y al lado del igualmente inmortal Marcello, en el perfecto icono de lo fellinesco.
II
Ninón querida: entre el 10 de noviembre de 1921 y alguna fecha de la que tal vez sólo tú guardabas el recuerdo te llamaste Emelia Pérez Castellanos, hasta que un buen día, después de haber dejado atrás la idea de hacerte monja, adoptaste el de aquella magnífica francesa De Lenclos y le añadiste el apellido con el que todo mundo te recuerda desde entonces, pero sobre todo cambiaste el improbable hábito por la costumbre salutífera de hacer que el cuerpo, tu cuerpo, fuese el templo: salida de La Habana, no tenías sino veintitantos cuando el poder seductivo de tus piernas, tus caderas, tu cintura, te llevaron de los teatros en los que bailabas a la gran pantalla, entonces grande de a de veras, para que en ella celebráramos la ceremonia de la carne, de tu carne viva, hermosa, que daba siempre la sensación de lo asequible. Te podrías haber llamado aluvión o cataclismo, lo primero porque fuiste parte –pero mucho más que sólo parte– de la invasión feliz de bailadoras, las célebres rumberas que conformaron por sí mismas un género de cine en México; lo segundo porque pusiste de cabeza a medio mundo y desataste todo aquello que, en aquellos tiempos, se moría de las ganas de que lo desatara alguien como tú. Ahí están tus títulos más señeros con su elocuencia para demostrarlo: tres años antes de que llegara el medio siglo XX ya fuiste Pecadora, al año siguiente fuiste la Señora Tentación; poco después jugaste el juego de las seducciones y fingiste ser sólo Coqueta, pero cuando en los mismos barrios bajos de una Ciudad de México ya del todo tuya vivían y morían Los olvidados, a ti te llamaron Perdida, después Aventurera, desplegabas la desnudez de tu Sensualidad, eras una más de las innumerables Víctimas del pecado y tenías a tus pies, entre otros, a David Silva, Agustín Lara, Fernando Soler y Roberto Cañedo, en la pantalla. Pero fuera de ella tenías subyugado a un público que habrá de recordarte bailando preferentemente, no por las telenovelas en las que incurriste, sino bailando siempre, con esa sonrisa donde combinabas a partes iguales el erotismo a todo vuelo y un aire de inocencia que volvía loco a cualquiera.
|