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Ver día anteriorDomingo 18 de enero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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De la plaza al templo a la plaza
U

na buena medida para saber si debía seguir leyendo o no Ésta es la historia de un matrimonio feliz fue preguntarme qué sucedería si interrumpiera esa lectura y pasara a otra cosa. Así que lo hice. Por más entretenida que estuviera, dejé de leer el volumen de artículos de Ann Patchett (1963, Estados Unidos) y me interné en las Conversaciones con Goethe, de Eckermann (1792-1864, Alemania). Qué contraste, sin duda, pero más sustancioso sería declarar qué experimenté como lectora no sólo al saltar del siglo XXI al XIX, sino de una literatura de acción, digamos, a una de reflexión, especie de salto cualitativo que para empezar me hizo bien, como tomarme un vaso de agua cuando tengo sed.

Me encontraba en ese estado de ánimo que me sobreviene entre finales de diciembre y principios de enero, sumergida con desgano en hacer balances y llegar a la conclusión de que si el resultado de mis proyectos y quehaceres no se equiparaba al éxito pleno, tampoco se igualaba a un total fracaso, de modo que podía enfrentar el año con el mejor de los ánimos posibles y, por qué no, con el mejor de los libros posibles en las manos.

Fue cuando a mi alrededor oí que hablaban de Ann Patchett como la nueva sensación en el mundo literario, muy exitosa, pero muy buena, la describían, con ese pero cargado de significado. La autora es hija de un policía y una enfermera (que, sin abandonar su profesión y a los 40 años de practicarla con gusto, empezó a escribir, lo que toda su vida había sido su pasión dormida, y también se convirtió en una exitosa escritora). Patchett estudió en universidades de las buenas y ha sido reconocida con premios de los famosos. Está casada con un médico y, así como desde chica decidió que de grande sería escritora, con idéntica determinación supo que no tendría hijos. Es una figura consciente y activa en su sociedad y, por lo que leo, una mujer vigorosamente emprendedora y con derecho propio satisfecha consigo misma. Quizá más por curiosidad que por convencimiento de que se podía ser un buen escritor y al mismo tiempo tener grandes éxitos, empecé a leer Ésta es la historia de un matrimonio feliz, de título atractivo, siempre que se lea con el humor que por fortuna tiene. La autora tiene, además, iniciativa y gracia y, escriba sobre lo que escriba, y aun cuando su referencia siempre sea su experiencia personal, invariablemente es profunda y ágil y, encima, divertida.

¿Entonces por qué pensé en interrumpir la lectura? Y ¿por qué salté de Patchett y la informalidad y actualidad más sonantes en todos sentidos, a Eckermann y/o Goethe, el súmmum de lo clásico y la sofisticación?

No saqué de la manga mi respuesta, por más que al confesarlo la haga perder algo de la espontaneidad esperable en una buena respuesta. Lo cierto es que sucedía que mientras oía hablar de Patchett, oía hablar de una especie de serie que se está formando de diálogos de escritores, que yo sepa, hace poco el de Auster y Coetzee (del que me he ocupado), y más reciente el de Vargas Llosa y Magris. Como el tema me interesa particularmente, me pregunté de dónde podía venir. Dado que no creo en la literatura de generación espontánea, quería recordar algún ejemplo clásico del que esta línea podía haberse originado. Y así fue como di con el libro de Eckermann y Goethe, por más que diálogo no sea, ni siquiera en el título. Pero no lo había leído y de pronto, como una iluminación, sentí que le (o me) había llegado su momento. Así, al interrumpir la entretenida reunión de ensayos de Patchett me interné en las Conversaciones con Goethe, y la sensación de estar enfrentando una lectura que, aparte de entretenerme, me iluminaba y me saciaba fue tan evidente que compararla con haber estado dormido y de pronto despertar no es exageración.

Al comienzo de estas líneas reflexionaba que una buena medida para saber si debía seguir leyendo o no los artículos de Patchett era preguntarme qué sucedería si interrumpiera esa lectura y pasara a otra cosa, debo decir que, por más que sostenga que haber pasado, por las alambicadas razones que hubiera sido, a las Conversaciones con Goethe me hizo bien, y al haber dejado de leer el otro libro no me había perdido de nada, al finalizar estas líneas quiero decir que, si una vez leído Eckermann/Goethe retomo la lectura de Patchett, si no me ilumina ni me sacia tampoco me hará ningún mal.