Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de enero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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En el remolino
P

or más que hagamos, la inseguridad nos asedia y se ha convertido en una suerte de contra mantra en nuestra conversación cotidiana. No importa si los expertos dicen que la inseguridad no afecta el clima de los negocios ni las decisiones de inversión; tampoco importa mucho saber que las petroleras calculan sus riesgos y beneficios de cinco años en adelante. Lo único cierto por cercano, así sea de manera conjetural, es la violencia y su secuela de inseguridad, temor e incertidumbre.

La política del rencor de que ha hablado con brillantez Claudio Lomnitz en estas páginas, encuentra en la desdichada combinación de miedo e incertidumbre, junto con pobreza y distancia social creciente, su principal y envenenado hábitat. Ahí están los jóvenes sin ocupación ni horizonte y ahí están los pescadores de operadores, halcones y sicarios que, como bizarros imanes, les ofrecen no una vida plena pero sí unos años intensos. Habrá que volver sobre los profundos pensamientos de Claudio y buscar esas narrativas que lleven a estos jóvenes y a muchos más a describirse a sí mismos en términos positivos como lo sugiere.

Los corifeos que rodean a las cúpulas del poder y la riqueza, de Los Pinos a las torres de Santa Fe o Reforma, insisten en recomendar una intrigante prudencia que se torna su contrario en la medida en que los responsables del gobierno los toman en serio. Porque lo que al final de cuentas aconsejan estos suspirantes a gurúes, es el silencio y la distancia respecto de lo que ocurre en el llano y en las turbadas alturas de los círculos de opinión, con lo cual contribuyen al agravamiento de la incredulidad respecto del gobierno y sus actos. El resto de los poderes del Estado quedan a la espera de la embestida airada, sin cauce ni otro concierto que, precisamente, el rencor y la sed de venganza.

Esto se llama crisis política donde quiera, salvo aquí. Por eso es que debemos hablar también de crisis moral y de la ética pública. Y de crisis mental, como lo sugiriera el ex rector De la Fuente en días pasados. La insistencia en que se puede gobernar como si nada hubiese pasado marca la pauta de gobernantes y medios masivos de información, cuya renuncia a comunicar se vuelve con los días una auténtica tragedia democrática. Sin comunicación de masas no puede haber democracia de masas y eso es lo que ya nos pasó: aquí no hay condiciones para que una democracia de ese tipo funcione y el resultado no puede ser otro que la entronización del púlpito mediático, como le llama León García Soler, como único altar de la opinión pública y del ejercicio mismo del poder.

Y así pasan los días… Con el agravante de que la producción económica sigue sin mostrar capacidad alguna para superar nuestro problema económico fundamental que, por desgracia, sigue siendo el de la supervivencia y reproducción de las capas sociales mayoritarias. Por más que se haya hecho, tras más de 60 años de empeño por la modernización, los resultados son desalentadores y sus perspectivas ominosas: la potencialidad productiva del país se ha mermado u oxidado; la capacidad redistributiva del Estado se ha perdido y la solidaridad entre clases, grupos y regiones pasado a mejor vida.

En esta tesitura, las reacciones en automático del secretario de Hacienda de que, frente a los faltantes fiscales fruto del desplome de los petroprecios, habría que recortar el gasto público, son inaceptables. Independientemente de los matices y prevenciones a los que recurrió, en referencia al opaco seguro contratado y los lapsos que habrá que transitar antes de topar con una crisis fiscal propiamente dicha, su toma de posición es una crasa renuncia a hacer política económica, no se diga a asumir desde el poder del Estado la responsabilidad fundacional de éste con los más débiles y vulnerables.

Desde hace décadas, frente a los ajustes draconianos impuestos por los banqueros y el FMI, se reclamaban políticas de austeridad con equidad, apelando a la neutralidad social del Estado y a sus compromisos históricos, logrados por las sociedades, avanzadas y en desarrollo, en pos del desarrollo, la estabilidad política y social y la afirmación de las democracias representativas como las menos peores formas de gobierno. Así se ganó la guerra fría y así se vendieron la globalización y la hegemonía del mercado como fórmulas que nos llevarían a una nueva etapa de la evolución humana, al fin de la historia que proclamara el primer Fukuyama.

Hoy no se puede hablar en los mismos términos, porque los cimientos del portentoso edificio del Estado de bienestar han sido carcomidos por la austeridad letal y la pérdida de solidaridad. Se imponen panoramas anómicos, marcados por la violencia de raza y religión y la perspectiva de diversas formas de “ Blade Runner” de las que pueden surgir los hoyos negros de la civilización tan costosamente construida desde el siglo XIX, cuando se impuso con fuerza y decisión la proclama de que la igualdad no reñía fatalmente con la libertad.

Este es el horizonte que debemos encarar antes de dar paso a formas larvadas y abiertas de erosión institucional y embate antidemocrático. Los maestros guerrerenses y los padres de los jóvenes normalistas desaparecidos y sacrificados por el crimen organizado y sus esbirros tienen todo el derecho a la protesta y la exigencia de cuentas claras en la investigación del crimen. Sin embargo, no son lo mismo.

El reclamo fundamental de los profesores es gremial y de derechos, pero no se vale, porque no lleva a ningún lado, escalar el reclamo hasta tratar de poner en el banquillo de los acusados al Ejército Mexicano, la democracia representativa y los órganos que hemos podido darnos para hacer de las elecciones un acontecimiento legítimo y legitimador. El de los padres, es exigencia dolorosa de justicia y transparencia, prontas y efectivas, dirigido a las autoridades constituidas y no al vacío: al gobierno estatal y al federal y a sus organismos de procuración y administración de justicia.

La solidaridad y el respeto que les debemos a ambos contingentes no puede echarse por la borda al guardar silencio o manifestar una difusa concordancia con decisiones y actos como los que han ocurrido recientemente en Guerrero. Los agresivos plantones frente a las zonas militares no pueden justificarse con hipótesis descabelladas de científicos ocasionales; mucho menos puede sostenerse la ofensiva contra el Ejército y al mismo tiempo disponerse a visitar campos militares en busca de hornos o cadáveres.

El espectro de una gran simulación en la que perdamos todos, pero sobre todo las organizaciones de la sociedad civil y las propias fuerzas armadas, no es asunto menor que podamos permitirnos en esta hora terrible. Hay que evitarlo por la vía del razonamiento y la reflexión políticas, antes de que el remolino nos alevante y nos lleve... sin retorno.