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Foto: flickr
Nacido en la región del subtrópico húmedo del Golfo de México, José Luis Rivas (Tuxpan, Veracruz, 1950) es sin duda uno de nuestros poetas más grandes y respetados de las últimas décadas. Realizó estudios de Filosofía y Letras en la UNAM. Fue coordinador editorial durante cinco años de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica y posteriormente director editorial de la Universidad Veracruzana. Autor de una extensa y riquísima obra, a la vez cálida y rigurosa, desde muy temprana edad inició su labor poética con títulos ya emblemáticos de la poesía mexicana: Tierra nativa (1982), Relámpago la muerte (1985), La balada del capitán (1986), La transparencia del deseo (1987), Asunción de las islas (1992), Luz de mar abierto (1992), Río (1996), Estuario (1998), Un navío un amor (2004) o Pájaros (2005). Su quehacer como traductor no ha sido menos importante: entre otros, ha vertido excepcionalmente al castellano –en algunos casos íntegros– a autores tan disímiles como William Shakespeare, T. S. Eliot, Michel Tournier, Arthur Rimbaud, Georges Shehadé, John Donne, Andrew Marvell, Ezra Pound, Elizabeth Bishop, Emily Dickinson, Dylan Thomas
–y a propósito del centenario de su nacimiento–, Saint-John Perse, Aimé Césaire, Jules Superville, Joseph Brodsky, Derek Walcott o Tahar Ben Jelloum, lo que lo coloca como uno de los más destacados traductores de poesía en lengua española. Ha obtenido múltiples premios, como el Carlos Pellicer en 1982, el Nacional de Poesía Aguascalientes (1986), el Xavier Villaurrutia (1990) o el Nacional de Traducción de Poesía, por Poetas metafísicos ingleses, en 1990. Su obra está reunida en los volúmenes Brazos de mar (1990), Raz de marea (1993) y Ante un cálido norte (2006). En 2009 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, y desde 2013 es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. De trato cordial, de hablar pausado y particularmente cadencioso, la charla con José Luis Rivas se llevó a cabo una tarde en un café de la ciudad de Xalapa en que se soltó una lluvia torrencial, donde coincidentemente el agua una vez más acompañó a nuestro autor.
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entrevista con José Luis Rivas
Edgar Aguilar
–Adolfo Castañón ha señalado que en José Luis Rivas “naturaleza y lenguaje fraguan una historia otra; dejan luminoso testimonio de la sombra negada”. En este sentido, la poesía, su poesía, ¿es la sombra de la realidad?
–Sí, claro, todo cuerpo de algún modo presenta una cara a la luz y deja algunos aspectos a oscuras. Creo que a lo largo del tiempo esa sombra ha preexistido de alguna manera, ya no en mi escritura porque de alguna forma yo he dado paso también a todo aquello que en mi infancia no fue paradisíaco, sino la sombra del paraíso, es decir la muerte de mi madre, el progresivo deterioro del mundo natural en que viví, la pérdida de muchas de las cosas que me cautivaron de niño y, en ese sentido, la sombra en mi poesía ha ido apareciendo.
–La visión paradisíaca de la infancia presente en su universo poético, ¿es por tanto en su obra más simbólica que real?
–La poesía es sobre todo reinvención. Mucho de lo que he escrito parte de momentos vividos, pero en buena medida lo que he hecho es una serie de composiciones a partir de esa magia al alcance de todos que es la palabra. Y creo que es precisamente porque el lenguaje me fascina que sigo escribiendo, a veces en referencia a experiencias vividas, pero también a otras cosas que no atañen o que no tienen que ver con una experiencia vivida directamente. Quiero decir que esto viene también de lecturas, de conversaciones, de relatos escuchados en la voz de otras personas, etcétera.
–¿Qué tan cauto hay que ser con el lenguaje a la hora de escribir un poema?
–Recientemente veía en Facebook una lista, como todas arbitraria, hecha por un poeta joven, que recogía a su juicio los cien poemas más malos de los poetas mexicanos en activo, es decir, el poema más malo de cada uno de esos cien poetas en activo. Y bueno, curiosamente, me parece que su punto de vista se basaba sobre todo en esta exigencia que quiere, busca, que se esté siempre prevenido para la utilización de las palabras. Ahora bien, no sé si se tenga que ser cauto para escribir un poema. Borges decía que la primera línea y la última de un relato le eran regaladas, y que él se ocupaba de hacer las restantes, o sea las intermedias. A veces la escritura es una suerte de aventura que no sabes a dónde te pueda llevar, en otras ocasiones hay autores que buscan de antemano tener un dominio pleno sobre los materiales que emplean, aunque las palabras suelen ser reacias, suelen ser indómitas, suelen trastornar las intenciones primeras de muchos autores.
–En Un navío un amor, luego de describir la decepción amorosa y de afirmar que “ha muerto Helena”, ¿por qué pasar al final del libro de una postura en apariencia estoica ante el amor a otra casi jubilosa, para concluir el poema de una manera oscuramente dramática?
–Yo diría que ambas posturas están regidas más bien por las emociones, y respecto de que “ha muerto Helena” dan cuenta los versos de Alceo, poeta griego. El libro está construido en buena medida tratando de hacer actuales a esos autores (a varios autores: Safo, el mismo Alceo, y otros más), apropiándomelos de alguna manera, tratando de hacerme de su voz y trasplantarla al tiempo nuestro, al tiempo contemporáneo. Esto está en la poesía griega de la Antigüedad, pero creo que igualmente uno en la vida real también tiene momentos en donde parece que las cosas dejan de importar y que es muy fácil sumirse en una suerte de embriaguez, pero también hay un momento en que al pasar a la embriaguez uno hace una especie de elegía a lo perdido.
–Retomando a Castañón, él advierte que en su poesía se encuentra “no una historia personal cristianamente orientada a la muerte […], sino abierta y gentil, dionisiaca, inevitable y necesaria”. Esta noción de su poesía, ¿es consciente o deliberada?
–Para poder hablar de una noción deliberada plenamente consciente habría que tener a la mano todos los recursos de la escritura conscientes en el momento de escribir un poema. Partes de las cosas que he escrito no dejan de tener una complicidad inconsciente que proviene de la lengua misma, del lenguaje mismo.
–Usted ha mencionado que empezó a traducir a los autores que más admiraba por envidia.
–Por supuesto, me habría gustado escribir muchas de esas obras que después he traducido. Y las he traducido con la peregrina intención de que algo de la maravilla que acompaña a esas obras también se adhiera a algo de lo que escribo.
–La poesía de Dylan Thomas, por ejemplo.
Foto: Sergio Hernández Vega |
–El mismo Castañón me señalaba que respecto de Dylan Thomas, de quien yo he traducido algunos poemas relacionados con mi infancia, poemas eminentemente dentro, desde, por la infancia, hay otros poemas a los que, por alguna razón u otra, yo no he tocado. Cuáles son esas razones, se preguntaba él. La verdad es que uno establece un punto de parentesco con autores que admira, precisamente a partir de las cosas que le resultan más próximas, más cercanas, más emparentadas con las experiencias que uno ha disfrutado. En este caso mi infancia puedo decir que fue bastante luminosa, que estuvo marcada por una especie de atmósfera paradisíaca, en donde el agua juega un papel muy importante. Nací a dos cuadras de un río, a diez kilómetros del mar, en fin, mi vida de alguna manera ha estado marcada por el mar. Es curioso: Dylan significa mar en galés, significa marea también, y es aquel que una vez nacer se disuelve en el mar. Los críticos de Dylan Thomas han visto, algunos de ellos, que su afición tan marcada por el vino y la bebida es casi como una especie de destino ya implícito en su nombre. Dylan Thomas me atrajo desde el momento en que supe de él, hacia los quince, dieciséis años. Una de mis obsesiones cuando pasé a Ciudad de México era saber más acerca de este autor. Un autor que, curiosamente, su primera poesía se considera sumamente difícil y oscura, pero que tuve la fortuna de que uno de mis profesores, Ramón Xirau, hubiera traducido algunos poemas de Thomas en la Revista de la Universidad de México. Yo tomaba primero la clase de ética con Xirau, y más tarde otra que se llamaba filosofía y poesía. Y ahí me hice un alumno que tras sus clases de una u otra manera le preguntaba mucho sobre Dylan; me hice también de un ejemplar en inglés de Thomas, y yo quería traducirlo, y claro, escogí poemas singularmente difíciles a los cuales mi propio maestro me decía: es que esos poemas son sumamente difíciles, pues tienes que tener una gran preparación en el inglés para poder intentar traducirlos, y quién sabe si se dejen. Dylan Thomas en este sentido era a veces alguien que se dejaba cautivar más por la magia de las palabras para entrelazarse entre ellas, y algunos de sus poemas tienen un sedimento muy fuerte en ese plano. Pero en este momento, curiosamente al cumplirse el centenario de su nacimiento, me siento en deuda con él. Me gustaría traducir toda su poesía, no sé si esto pueda aún realizarlo, pero me ha venido la gana de hacerlo.
–¿Era usted tan inquieto como se describe en Tierra nativa?
–Yo era una persona sumamente inquieta, que lo fui casi hasta los cuarenta años. Como sabes, la vida de una persona está dividida en cuatro partes, la primera es de crecimiento. Precisamente, decía un autor caro a Dylan Thomas, O´Sullivan, que uno se pasa veinte años creciendo, veinte años en plena floración (eso ya es una interpretación de Forster), veinte años propiamente envejeciendo, y veinte años de decadencia. Así es que por lo menos los primeros veinte y los segundos estuve acorde con esa clasificación, con esa manera de dividir la vida, y creo que sí fui una persona de muchas inquietudes, conservo todavía algunas, pero, bueno, hay que rendirse a los poderes de la naturaleza. La vida te cobra también sus cuotas. Un poco el libro de Un navío un amor ya tiene pasajes que señalan esto, que aunque ahí todavía no están, se presienten o se prevén, y de algún modo es una manera de tratar, de estar a tono para cuando se den.
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