Editorial
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Tlatlaya: abrir paso a la justicia
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l Consejo de la Judicatura Federal (CJF) precisó ayer los delitos que se imputan a los siete efectivos del Ejército consignados hasta ahora por la muerte de 22 civiles en el municipio de Tlatlaya, estado de México, el pasado 30 de junio. De acuerdo con una tarjeta informativa divulgada por esa instancia del Poder Judicial, a Alan Fuentes Guadarrama, Julio César Guerrero Cruz, Roberto Acevedo López, Samuel López, Ezequiel Rodríguez Martínez, Fernando Quintero Millán y Leobardo Hernández Leonides se les imputó su presunta responsabilidad por ejercicio indebido del servicio público; a Quintero, Acevedo y Hernández se les atribuyó también su presunta responsabilidad por homicidio calificado en agravio de ocho presuntos secuestradores, abuso de autoridad y alteración ilícita del lugar y vestigios del hecho delictivo. En cuanto al teniente Ezequiel Rodríguez Martínez, fue acusado además del delito de encubrimiento, en la hipótesis de no procurar impedir la consumación de un ilícito.

Es un precedente saludable, sin duda, que la justicia civil haya levantado cargos en contra de militares en activo que cometieron delitos graves hacia particulares. Pero ciertamente las imputaciones referidas no parecen guardar correspondencia con la magnitud de la masacre, pues de ellos se inferiría que sólo tres de los uniformados perpetraron las ejecuciones. Por otra parte, no parece lógico que un puñado de soldados –entrenados en una sólida disciplina y en el acatamiento a las órdenes de sus superiores jerárquicos– hayan sido capaces de actuar por su cuenta en la comisión de 21 homicidios; si eso es cierto, el episodio no sólo sería indignante por los asesinatos de individuos inermes, sino también alarmante porque daría cuenta de una gravísima insubordinación en las filas del Ejército; si no lo es, cabría presumir, entonces, la existencia de acciones de encubrimiento de mandos superiores.

Por otra parte, no debe olvidarse que las imputaciones referidas fueron una reacción institucional a una revelación periodística y que durante tres meses las dependencias nacionales encargadas de procurar justicia –por no hablar de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que tardó incluso más tiempo en enterarse de la verdad– dieron por buena la versión inicial del Ejército de que la muerte de los 22 civiles en Tlatlaya había ocurrido en el marco de un enfrentamiento. Ello habla de una falla severa y en cadena y, por desgracia, hay sobrados elementos para suponer que no se trata de la única. Durante los seis años de la administración pasada, medios informativos, organismos humanitarios independientes y redes sociales documentaron decenas de ejecuciones extrajudiciales cometidas por efectivos policiales y militares que, hasta la fecha, no han sido plenamente esclarecidas y, en algunos casos, ni siquiera reconocidas.

Ante tal panorama, es inequívoca la necesidad de que el gobierno federal haga acopio de voluntad política para ir a fondo en el esclarecimiento y el deslinde de responsabilidades en el episodio de Tlatlaya y que extienda ese esfuerzo a los múltiples episodios similares denunciados, pero no sancionados o ni siquiera investigados, en el pasado reciente. Es la única manera de garantizar que tales hechos vergonzosos y lacerantes no se repetirán, y la única forma en que las instituciones pueden empezar a reconstruir su propia credibilidad.