Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de septiembre de 2014 Num: 1021

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Difícil no me es...
Ricardo Yáñez

Nuno Júdice,
a pedra do poema

Juan Manuel Roca

Laguna larga
Gaspar Aguilera Díaz

La sátira política:
actualidad de
Aristófanes

Fernando Nieto Mesa

László Passuth,
el cronista insólito

Edith Muharay M.

El ALMA sonora
del Universo

Norma Ávila Jiménez

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
L. T.
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


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Enrique López Aguilar
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A la Cofradía de los Pinches

En términos generales, la aparición de un nuevo recetario es motivo de felicidad. Los hay fáciles, complicados, especializados, tendenciosos, amplios… Casi siempre son iluminadores. Un recetario es una partitura: quien sabe leer música no requiere de instrumentos para que los sonidos brillen dentro de su cabeza; para un cocinero experto, la lectura de una receta le deja ver el resultado final, con olores y sabores incluidos. Vázquez Montalbán incluía por lo menos una dentro de sus novelas y el territorio literario muestra que nada es ajeno a la palabra: existe un Recetario del Quijote (en el que se ofrece una posible solución a los misteriosos “duelos y quebrantos”) y un casi inverosímil Recetario antiguo y medieval en el que se proponen recetas descritas en los libros romanos (como aquellos que eran las delicias de los comensales en el Satiricón, de Petronio) donde una carne de jabalí se aderezaba con miel, grasa de oso y salsa con vísceras de ave y pescado podrido, todo acompañado con un vino joven mezclado con agua de mar; en el mismo recetario se encuentra la argumentación para preparar carne de gato, felino que fue una plaga en la Cataluña medieval.

Historiar los recetarios es una ardua tarea. Como en el caso literario de Vázquez Montalbán, hay películas que ofrecen recetas sencillas como la pasta con albóndigas y vino tinto preparada por Clemenza, en El padrino; y otras no tan fáciles como las ofrecidas en El sabor de la vida, Deliciosa Martha, La gran comilona, El festín de Babette y muchas que no menciono, donde se sugieren los trabajos dentro de la cocina y el placer de los comensales. Antes de entrar en materia, no puedo sino recordar con gratitud la espléndida serie de recetas publicadas en la colección Le Cordon Bleu, de la editorial Könemann; el didáctico Mi cocina, de Escoffier; y el porfiriano Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario. No es el momento para abundar en ellos, pero no olvido el recetario de doña Rosa, mi madre: una carpeta con páginas mecanografiadas, manuscritas y recortes de revistas y periódicos; tampoco puedo olvidar las obras maestras oaxaqueñas surgidas de las manos de doña Emma, abuela de Raúl Torres; ni los asombros pergeñados por Edith Monfort, en Xalapa.

María Luisa Yáñez Mayer, cultivadora de la felicidad en los voraces paladares de su familia, en la plenitud de sus amigos degustantes y en la envidia de quienes no saben hacer todo lo que sale de sus prodigiosas manos, ha publicado un recetario de autora con muy buen gusto editorial, con una abundante sección de “Consejos prácticos”, una guía de sabores y referencias cruzadas que viajan  desde las entradas y los quesos hasta las “recetas base”, pasando por sopas, pastas, carnes, chiles y postres, y una inevitable invitación para degustar los sabores orizabeños de los que presume una mujer con chorrocientos años de casada, madre de tres hijos tragones y abuela de seis nietos en los que se funden los sentimientos italianos, alemanes, mexicanos y orizabeños, pues doña Licha es nativa de Orizaba, Veracruz.

Las partituras terminan en el atril de un músico. Los recetarios, por hermosos y elegantes que sean desde el punto de vista editorial, en la cocina: arrugados, pringosos, llenos de marcas personales, con –tal vez– notas personales y hasta agregados amorosos con fechas individualmente necesarias: toda una obra de edición crítica que nunca pasará a la Academia ni a las ediciones posteriores, sino a la memoria familiar donde se debería proseguir con la magia de una casa: el hogar, el fogón, la cocina. Con toda seguridad, el recetario de María Luisa Yáñez correrá ese destino secreto: Mis memorias de cocina. Vivencias y sabores en más de diez lustros (S. Ed., Puebla, 2013).

Las artes suelen medirse por la memoria y la conservación: los cuentos de Borges, la música de Beethoven, los paisajes de José María Velasco, las fotografías de Weston, las películas de Bergman… La ingesta de esa obra no supone su destrucción. En cambio, la de la cocina es la única de las artes humanas cuyo éxito se mide con el desvanecimiento de la misma.

El magisterio del libro de doña Licha es que no existen las recetas secretas: todas deben socializarse para que los misterios de la cocina se divulguen y venzan la proliferante peste de la comida chatarra, de la fast food, de esa manera actual de comer mierda que recuerda el rancho carcelario: las sopas Maruchan, Kentucky Fried Brains y MacJodidos. Si las técnicas del arte y de las ciencias se difunden, lo mismo debe ocurrir con las del fogón.