Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de septiembre de 2014 Num: 1018

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Los alegres y sonrientes
Manuel Martínez Morales

José Juan Tablada: las palabras del cómplice
Teresa del Conde

Juventino anda
Sobre las olas

Leandro Arellano

La caída del Muro
de Berlín: el fin
de la dualidad

Xabier F. Coronado

Berlín 25 años después: sinfonía de una metrópoli
Esther Andradi

¿Hablar o no
hablar inglés?

Edith Villanueva Siles

Columnas:
Perfiles
Gustavo Ogarrio
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

En el noveno mes

Hace muchos años, en la casa teníamos un bastón artesanal, sencillo y delgado, que adornaba la pared del comedor. Cada que temblaba, el muy sensible bastón se comenzaba a mover y entonces salíamos corriendo con la mayor imprudencia hacia la calle. No era fácil. Vivíamos en un sexto piso. Y aun así, con todo y riesgos, lográbamos llegar abajo, hablar con los vecinos, conjurar el terror, mientras veíamos cómo los cables chocaban entre sí, lanzando sus destellos sobre el camellón de la calle Ámsterdam. En 1979 hubo un temblor por ahí de marzo, aquel que tumbó la Universidad Iberoamericana como un pastel sin levadura. Aquella vez, una de las paredes del cuarto de mi hermano, que había fallecido recientemente, quedó con un boquete por el que alcanzábamos a ver el cielo, y los ladrillos que cayeron del edificio rompieron los vidrios del Volkswagen de mi hermana. Ya antes habíamos padecido temblores, no tan fuertes, en un séptimo piso de la avenida Nuevo León, arracimados bajo el marco de la puerta. Y siempre nos explicábamos, pacientemente, que los edificios de  Ciudad de México estaban construidos sobre rieles y se deslizaban o bogaban casi como barcos triunfantes en medio de catástrofes, inundaciones y chinampas. El Ángel de la Independencia se había caído porque se posaba en una mísera columnita porfiriana, así quién no se iba a caer, pero los edificios eran otra cosa: nada podía pasar. Yo, por si las moscas, cuando abandoné mi casa familiar me fui muy al sur, lejos de las alturas, y el temblor del 1985 pareció corroborar esos temores. Ese fue un trauma terrible del que, me temo, poca gente de la generación a quien le tocó se ha podido reponer.

En aquel mes de septiembre, la idea de la ciudad todopoderosa que resistía a los temblores con el mismo valor y el mismo aguante que hacía de los mexicanos perpetuos héroes de una también perpetua adversidad, se derrumbó junto con los edificios, llevándose miles de vidas. Muchos edificios del moderno Distrito Federal, esos que en apariencia todo lo resistían, estaban corroídos y literalmente corrompidos en sus fundamentos por materiales en cuyo ahorro alguien habría ganado muchos pesos. Hubo una ciudad antes y una después del temblor y los que lo vivieron me darán la razón: el temblor fue también un despertar.

Desde entonces, en el noveno mes se me aparece puntual su trepidante fantasma: hasta hoy me había resistido a invocarlo, me perdonarán que lo haga sólo por esta vez. Pero es que en los últimos meses que han pasado, uno se distrae un poco y de repente tiembla y retiembla en sus centros la tierra –quizá de algo serviría cambiar el Himno Nacional, otra invocación al movimiento telúrico que quizá no nos ha hecho bien. Es verdad que ahora tenemos reglamentos de construcción muy estrictos, simulacros masivos de oficinistas que huyen muy disciplinados de temblores fantasma (no sólo a mí se me afantasman los temblores) y círculos pintados en las calles en los cuales, al parecer, podremos pararnos sin que nos caiga nada encima. Y uno trata de consolarse pensando que cada que tiembla es como si un enorme monstruo subterráneo, hecho de lascas de roca y dibujado de largas grietas, desahogara un poco su furia y por ende se tranquilizara. Se libera tensión, se dice cuando tiembla un poco, se reduce la posibilidad de un enorme baile de las calles, escuchamos, pero siempre estamos corriendo en piyama hacia a algún lado mientras oímos estallar los cables, avisando en la afantasmada realidad virtual que está temblando, que corran o salgan o se despierten, preguntando a los familiares y los amigos si están bien. En este año, el monstruo de las profundidades se suele levantar temprano, como hizo en 1985. Quizá eso es justamente lo que no le gusta, que lo despierten; quizá si saliéramos calladitos al trabajo o a la escuela, sin ruidos ni cláxones ni escándalo, se mantendría sosegado, en perpetuo simulacro de sí mismo. Sería un espejismo, una guerra fría prolongada entre el subsuelo y los habitantes de la superficie.

Pero lo cierto es que cada que siento el piso moverse tiemblo igual que cuando era chica; volteo a ver las lámparas para comprobar que –como dicen– no son mis nervios, pero en el fondo de mi alma sigo buscando aquel débil y sensible  bastón delgadísimo, pintado de rayas de colores, que mi madre había puesto en la pared del comedor y era como esos payasos muy alegres pero también medio siniestros:  el haz y el envés de nuestras vidas.