Opinión
Ver día anteriorMartes 26 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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l pasado viernes fui a hacer un trámite a las oficinas del Issste ubicadas a unos pasos del Monumento a la Revolución. Entré en un estacionamiento y pedí que me lavaran el auto. Me dijeron que tardarían unos 45 minutos.

Entré después al Issste y con inmensa eficiencia y amabilidad, había terminado en cinco minutos el trámite que debía realizar.

Decidí –mientras lavaban mi auto– caminar el tramo de avenida de la República, hasta el Paseo de la Reforma, donde se encuentra la torre que enfrente tiene una obra construida por el escultor Enrique Carbajal, en homenaje al llamado y afamado Caballito de Tolsá, que volvió al frente del Munal.

El nuevo Caballito está aproximadamente en la punta sur-suroeste de dos breves manzanas que, juntas, hacen un triángulo. Del lado derecho el Paseo de la Reforma, y haciendo punta con Reforma, la avenida Rosales. El triángulo lo corta la calle Basilio Badillo y, en el extremo norte del triángulo, la avenida Hidalgo. En la zona del lado de Reforma, en las dos cuadras del triángulo, hay numerosos ornamentos y jardineras, y en el piso no sé cuántas personas llamadas con falso pudor en situación de calle. Adultos mayores y jóvenes, abatidos en pleno rayo del sol a las 13:30 horas. Quienes pasan a su lado fingen que no existen.

Del lado de Reforma hay una depresión que abarca como la mitad de la amplia banqueta. Baja unos doce escalones, hay ahí un espacio de 30/40 metros cuadrados y luego vuelve a subir esos 10 o 12 escalones, rematando en Hidalgo en un enrejado. Sirve como refugio a personas en situación de calle.

Deliberadamente no evité ver ese aciago cuadro subhumano desde el enrejado: unas 10 personas tumbadas, encogidas y exangües, sobre cartones o en despojos de colchonetas, tapados hasta la cabeza con jirones de cobijas.

Una jovencita de unos 16 años ponía su pedazo de zapato encima de un hombre y lo movía con la mayor fuerza que podía, instándolo a levantarse. Le gritaba incoherencias. De pronto ella volvió la cabeza y vio que los veía. Caminó hacia mí dando tumbos y balbució: Dame una moneda, cabrón, mientras hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos, sin quitar la nariz del círculo que hacía con su índice y su pulgar que le daba acceso a la mona con clefa o thinner. La tenía yo a medio metro, y olía intensamente a mierda, a sudor y a alguno de esos solventes.

Le di una moneda de 10 pesos, y me dijo inmediatamente de modo imperativo: No te vayas. Con la cabeza gacha, permaneció unos segundos con la nariz clavada en el solvente. Y sin levantarla dijo: Dame 100 pesos y tú pagas el cuarto. No respondí, y unos segundos después levantó la cabeza, y dijo exasperada, pero débilmente: ¡Cien pesos y te hago lo que quieras! Seguí sin responder. Bajó entonces la cabeza y con los ojos que se le abrían y cerraban dijo: Ya ves, cabrón, cómo los ricos son unos hijos de la chingada, ¡nosotros estamos mejor porque hacemos lo que nos da la puta gana!... ¡Te hago lo que quieras!, repitió en su débil exasperación. No voy a hacer eso, le dije, mientras sacaba de mi bolsa cien pesos y se los entregaba. Los cogió suavemente, se dio la vuelta y fue a darle una patada con todas sus escasas fuerzas en una nalga al hombre que no había podido levantar. Esta vez gritó con más fuerza: “¡Párate, güevón, ya son muchos días sin comida y yo no puedo sola!” El tumbado, que estaba de espaldas a mí, parecía inerte. Después de unos segundos, se destapó con el brazo derecho (¿40, 50 años?), estiró el brazo hacia la cara de la niña, enroscó los dedos, le hizo el gesto de caracolitos, y gritó furioso: ¡qué no ves que estoy cagando!. Y volvió a taparse la horrible cara. El resto de los despojos humanos no se movían.

La niña trastabilló la mitad del espacio entre el tumbado y yo, se paró y me dijo, intentando ser entre imperativa y suplicante: Dame otros cien para este pinchi pendejo. Le di la negativa moviendo levemente la cabeza. Entonces avanzó hasta quedar nuevamente frente a mí: ¿Ves como los ricos sí son unos hijos de la chingada?

Una de las cosas más notorias es que nadie se detuvo a ver u oír mi intercambio con la niña lumpen. La ciudad ¿sólo puede ser la indiferencia absoluta?, pensaba. Le dije: tú estás en situación de calle ¿eso es lo que prefieres? Pos claro, dijo. “¿No recibes alguna ayuda, del gob…” ¡Ni madres, luego luego quieren ayudarte diciéndote lo que debes hacer. Ni madres!

Crispado le pregunté: ¿Cómo te llamas?; entonces, así parada, puso una pierna sobre la otra, se paró de puntas, levantó los brazos e hizo la señal de triunfo que hacen los deportistas con los dedos índices; urdió una mueca que quería ser una sonrisa y apretó los labios sin soltar palabra. Quería decir: gané. Hizo un giro y se fue arrastrando los zapatos entre los tumbados.

Regresé a mi casa manejando con una bola en el estómago hecha de dolor, de rabia, de impotencia, sin poder quitarme de la nariz el nauseabundo olor de la niña lumpen.