Editorial
Ver día anteriorMartes 26 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ébola: enfermedad de la pobreza
A

yer, el coordinador de la Organización de Naciones Unidas para el ébola, David Nabarro, llamó a hacer un esfuerzo mundial conjunto contra esa epidemia; expresó la esperanza de que pueda ser neutralizada en los próximos seis meses, y criticó a las aerolíneas que han suspendido vuelos a los países en los que el padecimiento está causando estragos.

Lo dicho por el funcionario internacional tiene sentido en la actual coyuntura, cuando el brote epidémico ha matado a más de mil personas en Guinea-Conakry, Sierra Leona, Liberia y Nigeria. No obstante, cabe preguntarse por qué los organismos internacionales y los gobiernos de los países desarrollados reaccionan apenas ahora ante una enfermedad que empezó a ser identificada en 1976 –es decir, hace casi 40 años– y que conoció los primeros contagios masivos en Sudán, volvió a presentarse como epidemia en 1995, en Zaire y Gabón, y después en República del Congo y Uganda, sin que los gobiernos y la industria farmacéutica realizaran el esfuerzo que habría cabido esperar para impulsar el desarrollo de procedimientos terapéuticos y fármacos capaces de curar o de prevenir la infección de virus de ébola.

Cabe preguntarse, por añadidura, cómo fue posible que las agencias de salud multilaterales no hayan dado la alarma ante una enfermedad particularmente virulenta que en sus orígenes conocidos mataba a 92 por ciento de los pacientes y que actualmente cobra la vida de entre 54 y 71 por ciento de los infectados.

Para semejantes omisiones no parece haber otra explicación, por desgracia, que la falta de interés de las esferas políticas y corporativas de Occidente por las poblaciones africanas amenazadas por esa y otras epidemias. En efecto, en tanto el ébola no se presentó como una amenaza para los individuos de los países desarrollados, fueron mínimos los esfuerzos por hacer frente a un padecimiento que se cebaba exclusivamente en un continente que por tradición ha sido visto como coto para el saqueo humano y de recursos naturales, y en una población sin poder adquisitivo alguno y sin más relevancia para los centros mundiales de decisión que la de su potencial para ser explotada. Por lo demás, en las lacerantes condiciones de pobreza –y, por ende, de insalubridad y carencias educativas– que afectan a los países en los que se ha desarrollado la epidemia, cualquier enfermedad curable puede convertirse en una pandemia mortífera.

Las actitudes clasistas, racistas y pragmáticas señaladas han caracterizado desde hace siglos la mirada de Occidente hacia el África subsahariana, y así lo confirman las reacciones tardías e indolentes ante la aparición o la identificación del virus mencionado. Sin embargo, en el actual entorno globalizado, en el que las distancias se acortan y los intercambios se intensifican, el ritmo de expansión de las epidemias se acelera en forma proporcional, y tales posturas no sólo resultan inhumanas, sino también autodestructivas.

Más allá de la urgencia de adoptar, en la presente emergencia sanitaria, medidas de control y prevención, y de desarrollar medicamentos eficaces contra el ébola, es necesario que los países ricos volteen hacia África y empiecen a remediar el desastre que ellos mismos han causado allí. La epidemia actualmente en curso es un aviso de las consecuencias que podría tener una pobreza tan exasperante como la que la expansión de Occidente ha provocado en el continente cuna de la humanidad.