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¿Quién tiene derecho a matar? Ameyalco: ¿final de la ley?
D

esde siempre se ha reconocido que corresponde al Estado, en su expresión llamada gobierno, el ejercicio de la fuerza con la concomitante exigencia de prudencia, destreza, gradualidad y asunción de las consecuentes responsabilidades.

Es tan sutil la frontera entre el uso legítimo de la fuerza y su punible abuso que siempre ha colocado a la autoridad en la duda sobre su ejercicio. Se ha utilizado brutalmente, como en Washington en 1932 cuando se reprimió con metralla a la Bonus March, de veteranos de la Primera Guerra Mundial, coacción ordenada por el presidente Hoover y comandada nada menos que por Douglas MacArthur.

Está el caso reciente de Chile, donde se reprimió con cañones de agua nada menos que a estudiantes. Parece que en esos casos se cumplieron los requisitos supuestos de legitimidad y legalidad hasta weberianos, aunque nunca fueran gratos.

México tuvo lo suyo en muchas ocasiones y no fue ni la tersura ni la mesura ni el espíritu de Weber lo que caracterizó a la represión de estudiantes de la Universidad Nicolaíta en Morelia en 1956 o a la ejercida contra trabajadores ferrocarrileros en 1958.

Nuestro extremo fue el que produjo en la autoridad el síndrome del 2 de octubre. Por él los gobiernos adquirieron un terrible pavor por el uso institucional de la fuerza. Este síndrome los condujo a abandonar el desarrollo de una obligada habilidad política, reglamentaria, organizacional y operativa para conducir atinadamente a la fuerza frente a disturbios civiles.

Abandonaron el deber de saber hacer algo bien y, así, abandonaron algo que les está obligado, lo eluden. Ese algo es la comprometedora facultad del uso legítimo de la fuerza con sensatez, mesura y eficacia y, por supuesto, con pleno respeto a los derechos humanos.

El gobierno pagó tales costos que, sin exteriorizarlo explícitamente, asumió que intentar el control de la violencia social era simplemente un desatino que podría serle fatal. Pero inevitablemente cada vez que el descontrol social ha llegado a extremos inaceptables se desemboca en lo inevitable: aplicar el uso de la fuerza con increíble torpeza y con fatales consecuencias para la salud pública y para el prestigio gubernamental.

Esta torpeza de todo orden tuvo como resultado la impunidad de personas o masas que violentaran el orden urbano o rural. De ese sentido de impunidad resultó algo muy grave para cualquier sociedad: el deterioro de la autoridad y el creciente irrespeto social hacia ella y consecuentemente hacia la ley. Se abrió la jaula y se soltaron los tigres.

Esto es lo que vimos en San Salvador Atenco en 2006; en la quema en vida de dos policías en Tláhuac en 2004; en las calles de la ciudad de México el día que asumió el gobierno Peña Nieto, y eso es lo que vimos en Ameyalco o en los linchamientos de Atlautla, México. Vimos una sociedad soliviantada ante una autoridad torpe, ineficiente, arbitraria y que frecuentemente resulta la perdedora por esas mismas razones.

De seguirse por este camino de recíproca torpeza e impunidad, nos espera una sangrienta anarquía. Sangrará la sociedad y sangrará el poder. Esto sencillamente no puede ser. La autoridad debe saber reasumir su capacidad rectora de la conducta popular con el pleno respeto a los derechos de ella. Difícil equilibrio.

La sabiduría del ser autoridad implica conocimiento y habilidad sin motivaciones hepáticas. Implica saber conciliar, convenir y sí, de ser necesario, la aplicación gradual de la fuerza. Hay que empezar por desarrollar una cultura del uso de la fuerza a la vez que del disfrute de la garantía de libre manifestación.

El gobernante es el garante de que su policía sea responsable y actúe en consecuencia, no es deber del policía. El gobernante debe ser perspicaz, la policía es ciega. Poca cosa, pero a eso están comprometidos los gobernantes antes que los ciudadanos.

Lo que no puede ponerse en riesgo y sí lo está, es el acatamiento a la autoridad, el respeto al poder legítimo y a la ley que llevan implícita. Comunidades menores o mayores, Atenco, Ameyalco o las defensas comunitarias michoacanas han perdido la confianza y el respeto al poder político.

Los disturbios sociales y linchamientos de policías se hacen recurrentes. Un pueblo harto, una autoridad política elusiva y agentes impreparados fueron el origen de Ameyalco. En Tlalamac, México, una autoridad sin capacidad de evaluación de riesgos, que ordenó enfrentar a una comunidad a la que no le importó respetar la majestad ni el significado de la ley. ¿Un caso de Fuenteovejuna?