Opinión
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Ruanda, Burundi y las temibles tribus de Occidente
T

ras el doble magnicidio de los presidentes de Ruanda y Burundi (6 de abril de 1994), la primera embajada en abandonar Kigali fue la de Estados Unidos. El mismo día, Bélgica y Francia embarcaron a sus nacionales, sin preocuparse de los ruandeses que trabajaban en sus empresas, minas y plantaciones de café y otros productos primarios.

El 21 de abril, el Consejo de Seguridad de la ONU retiró los cascos azules, dejando a la población civil inerme frente a los afilados machetes de los paramilitares hutus. Kofi Annan (coordinador de las Fuerzas de Paz) ordenó al jefe canadiense de la misión para la Asistencia a Ruanda (Unamir), general Rómeo Dallaire: manténgase al margen.

Pero cuando el secretario general de la ONU Boutros Boutros Ghali usó el término genocidio (cosa que por estatutos obligaba la intervención militar inmediata), el consejo se enfrascó en una polémica surrealista. Demorando la votación, la embajadora de Washington Madeleine Albright, dijo: Es difícil juzgar (sic). Mientras Warren Christopher, su jefe en el Departamento de Estado, prohibía a los funcionarios el uso de la palabra genocidio.

El 13 de mayo, el consejo aprobó por consenso la expresión “actos de genocidio (sic) pudiesen haberse cometido…”, y votó en favor de reducir los efectivos de la Unamir. Misión que retornaría un mes después (cuando ya era tarde), bajo el mando de una de las potencias directamente involucradas en el genocidio: Francia ( Operación Turquesa).

En efecto, según las prolijas investigaciones de Claudine Vidal y François-Xavier Verschave, luego del ataque del Frente Patriótico de Ruanda (FPR, octubre de 1990), un hijo del presidente de Ruanda llamó a su amigo Jean Christophe Mitterrand (hijo del presidente François Mitterrand), pidiendo el envío de algunos centenares de paracaidistas.

París despachó a Ruanda todo tipo de armamento, y de paso se encargó de entrenar a las milicias Interhawme. En febrero de 1992, la cancillería francesa envió una nota a su embajada en Kigali según la cual “…el teniente coronel Chollet ejercería simultáneamente las funciones de consejero del presidente de la república y del estado mayor del ejército ruandés”.

Jean Carbonate, miembro de la comisión internacional para investigar las masacres de tutsis, afirmó haber visto a instructores franceses en el campamento de Igogwe, adonde “…llegaban camiones repletos de civiles que eran torturados y asesinados”.

Un antiguo responsable de los escuadrones de la muerte, Janvier Africa, declaró al periodista Mark Huband, corresponsal del Weekly Mail and Guardian de Johannesburgo: Los militares franceses nos enseñaron a capturar a nuestras víctimas, y a amarrarlas. Esto era en una base en el centro de Kigali. Allí era donde se torturaba y donde la autoridad francesa tenía su sede.

Denuncias que la Misión Parlamentaria de Información, creada en París, confirmaría años después. A pesar de ello, en el otoño de 1993 el presidente Mitterrand recibió en el Palacio del Elíseo y con alfombra roja a su homólogo y amigo Habyarimana, “…un firme defensor de la francofonía”, según los medios galos.

El propio general Dallaire comentó que de ese modo Francia se erigió ­con el mando del discurso de la solidaridad, al tiempo de prestar ayuda al régimen genocida ruandés. Me impidieron constatar el contrabando de armas en la frontera, y tampoco permitieron que montase mi propia unidad de información porque el mandato (de la ONU) no lo contemplaba, escribió.

En sintonía, documentos oficiales desclasificados en agosto de 2001 muestran que el entonces presidente William Clinton también andaba avisado del genocidio que planificaba el régimen de extrema derecha hutu. Después de todo, soldados del FPR y el actual presidente de Ruanda Paul Kagame (tutsi) se habían entrenado en Estados Unidos y Uganda, país aliado de Washington en la región de los grandes lagos.

Resta por apuntar la complicidad financiera del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en el genocidio. Bajo un programa de ajuste estructural, los investigadores descubrieron que meses antes el gobierno había entregado un machete nuevo a uno de cada tres varones hutus, habiendo gastado 4.6 millones de dólares en la compra de machetes, hachas y cuchillos.

A finales de la Primera Guerra Mundial, cuando las potencias vencedoras firmaron el Tratado de Versalles para impulsar “…la cooperación internacional, el arbitraje de los conflictos y la seguridad colectiva (Sociedad de las Naciones, 1919), el escritor polaco Joseph Conrad calificó la iniciativa como un modo de erradicar las costumbres salvajes de los países atrasados.

Los genocidios de tutsis y hutus tuvieron, en suma, un solo ganador: las tribus blancas de Occidente. A nadie importó la suerte de Ruanda y Burundi, ubicados entre los países más pobres del mundo y, así como todos los de África negra, maldecidos en la Biblia desde épocas inmemoriales. Profecía cumplida.