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En las grandes ciudades apenas empezaron a surgir los primeros indicios de entusiasmo

Llegó la hora de la verdad; la Copa del Mundo 2014 comienza mañana

Los brasileños se preguntan entre brotes de irritación: ¿Por qué se prometió tanto y se entregó poco?

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Panorámica del estadio Maracaná, en Río de Janeiro, donde se llevará a cabo la final de la Copa del Mundo. Al frente, la estatua del Cristo Redentor, una de las máximas atracciones brasileñasFoto Ap
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Miércoles 11 de junio de 2014, p. a13

Río de Janeiro, 10 de junio.

Se pasaron siete años, siete meses y 11 días desde que Brasil fue elegido para realizar el Mundial de futbol promovido por la FIFA. Con nuestra proverbial tendencia a la modestia, los brasileños no dudamos un solo segundo en anunciar que sería la Copa de las Copas, que obras fabulosamente indescriptibles brotarían en las 12 ciudades donde se realizarán los partidos – ¡doce!, y no entre seis y ocho como recomiendan los capos de la FIFA –transformando el paisaje y acercando a sus habitantes al futuro tan esperado. El mundo, una vez más, se curvaría frente a semejante fenómeno. Y eso, claro, para no mencionar que, en la cancha, dictaríamos clases magistrales a cada encuentro, para asombrar a miles de millones de seres humanos esparcidos por todo el planeta.

Pasado ese tiempo, llegó la hora de la verdad. El Mundial empieza mañana. De los 12 aeropuertos que serían totalmente renovados, para matar de envidia a los pobres mortales que no tienen la gloria divina de frecuentarlos, ninguno quedó listo. Que se tome como ejemplo el aeropuerto de Galeão, en Río, ciudad-símbolo del país. Las obras de la terminal uno empezaron en julio de 2008. Deberían haber estado listas en septiembre de 2012. Los turistas que llegaron por esos días y tuvieron la mala suerte de llegar a esa terminal se encontraron con pasillos en obras, baños cerrados y plataformas de equipaje que no funcionaban.

Todavía falta mucho

Los de la terminal dos tuvieron un poco más de suerte. Previstas para abril de 2011, las obras terminaron hace 15 días. Bueno, terminaron es una manera de decir: todavía falta mucho, pero menos que en el otro. Son esperados 950 mil turistas en Río.

De los 12 estadios, que consumieron pirámides de dinero, seis no contarán con estaciones de wifi para Internet de alta velocidad, lo que perjudicará no sólo a los aficionados, sino también a parte sustancial de los 18 mil periodistas esperados.

El estadio donde este jueves se disputará el partido inicial tenía hoy problemas serios en los baños, las cafeterías funcionaban apenas parcialmente, la cobertura –inclusive del sector VIP, donde estarán autoridades y los capos de la FIFA– no quedó lista. Hay dudas hasta sobre el nombre del estadio. Oficialmente es Arena Corinthians, pues pertenece al más popular equipo de Sao Paulo. Pero la gente lo llama Itaquerao, por situarse en el barrio de Itaquera, en la periferia pobre de la ciudad más rica de Sudamérica. Y las señales de tránsito que indican la mejor ruta para llegar lo llaman Arena Itaquera.

Costó poco más de mil millones de reales, unos 450 millones de dólares. Y no quedó listo. Para construirlo, fueron desalojadas familias que vivían en casuchas muy pobres. Los moradores del barrio ni siquiera logran imaginar los beneficios que podrían pasar a disfrutar si aquellos millones hubieran sido aplicados, por ejemplo, en alumbrado público, redes sanitarias, cloacas, asfalto.

Hasta principios de abril, poco más de la mitad del total previsto de inversiones había sido efectivamente gasto. Las obras de movilidad pública –léase: vías expresas para transporte colectivo, destinadas a deshacer los nudos del tránsito caótico que obliga a un trabajador brasileño gastar en promedio tres horas para llegar a su local laboral– quedaron por la mitad. Y eso, con suerte: en Cuiabá, por ejemplo, capital de Mato Grosso, la ciudad quedó patas arriba y nadie sabe cuándo el escenario de guerra dará espacio para la maravilla prometida.

El estadio más emblemático del país, y uno de los más simbólicos del mundo, el Maracaná, costó casi mil 300 millones de reales, unos 650 millones de dólares. El doble de lo previsto. Y eso, para disminuir de tamaño. Nada que se compare, sin embargo, al estadio de Brasilia, bautizado como Mané Garrincha, en dudoso homenaje a uno de los mayores genios jamás vistos en las canchas de aquí y de cualquier parte. Costó mil 600 millones de reales, unos 780 millones de dólares. El Tribunal de Cuentas de Brasilia ya detectó sobreprecio de al menos 200 millones de dólares. No es un fenómeno aislado, excepto quizá por el volumen: en todas las obras, de estadios o de lo que sea, gruesas cantidades de dinero fueron desviadas.

Mucho se prometió, poco se cumplió. No es tan difícil entender, por tanto, la frustración y la irritación de la mayor parte de los brasileños. El país soñó, por años y años, con abrigar un Mundial.

Al fin y al cabo, en esta tierra el balompié es una religión con seguidores fanáticos, y hasta los no creyentes se dejan conmocionar cada cuatro años. Lo que se preguntan los brasileños, entre uno y otro brote de irritación, es: ¿Por qué nada funcionó? ¿Por qué se prometió tanto y se entrega tan poco?

Dilma Rousseff, la presidenta, es futbolera. Acompaña los partidos, y en conversaciones privadas muestra que entiende bastante del tema. Lula da Silva, más que futbolero, es un fanático radical. Sin embargo, en sus poco más de tres últimos años de presidencia (entre noviembre de 2007, cuando logró traer el Mundial para Brasil, y diciembre de 2010, cuando encerró su segundo mandato), Lula pudo constatar la extrema lentitud con que se empezaba a cumplir todo lo que él mismo prometió a los halcones de la FIFA. Dilma tuvo otros tres años y medio, y bueno, las cosas están como están.

Los dos dicen lo mismo: habrá un legado importante de obras y beneficios para los brasileños, cuando termine el Mundial. Todo indica que es verdad. Lo que ocurre es que el Mundial tiene fecha para terminar, y las obras, no.

Recién ayer, en las grandes ciudades brasileñas, empezaron a surgir los primeros indicios de entusiasmo por el Mundial que empieza mañana. En las copas pasadas, a estas alturas –víspera del gran día– el clima era de eufórica expectativa.

En Río ya se preparan

Aun así, en Río algunos cariocas se prepararon arduamente para la fiesta. En la Villa Mimosa, la gran zona de prostitución de la ciudad –las muchachas dicen, orgullosas, que es la mayor zona de prostitución al aire libre del mundo: la clásica modestia brasileña…–, las profesionales del amor están en sus puestos desde que empezaron a llegar los primeros turistas. Ya avisaron que para los extranjeros habrá un precio diferenciado: 40 dólares, el doble de la tarifa habitual. Pero admiten que todo es negociable.

Ya en las favelas ocupadas por fuerzas policiales –irónicamente llamadas de comunidades pacificadas– varios moradores hacen su prosperidad: frente al precio extravagante de los hoteles alquilan dormitorios a los visitantes.

Si un piso de dos dormitorios en Ipanema es alquilado por una tarifa mínima de 300 dólares la noche, en la favela vecina se duerme, con desayuno incluido, por 75. Y hay un bono gratis: los extranjeros viven, además de las emociones del Mundial, la pintoresca experiencia de haber pasado algunas noches en una favela.

Bueno, algo es algo, pero no era exactamente lo que esperaban los brasileños cuando, en aquel lejano 30 de octubre de 2007, recibieron la noticia de que finalmente la patria máxima del futbol realizaría una Copa del Mundo.