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No Sólo de Pan...

... ni de sopa de pasta

E

n meses recientes he llevado a cabo una encuesta entre alrededor de 200 hombres y sobre todo mujeres encargados (as) y/o cocineros (as) de fondas ubicadas en zonas vulnerables del Distrito Federal. Las entrevistas suelen comenzar con la siguiente pregunta: ¿Cuando usted o ustedes eran niños o jóvenes acostumbraban comer en sus casas sopa de pasta, arroz, frijoles y guisado? La intriga por la pregunta inesperada es seguida en 99 por ciento de una rotunda negación, sólo dos señores y una joven afirmaron haber tenido esa dieta.

Tal vez al lector, pero no a mí, parezca sorprendente esta respuesta mayoritaria. Así como no me sorprende la incomodidad de mis entrevistados por incluir en sus menús cotidianos sopa de pasta. A lo mejor contestamos demasiado de prisa –pensarán cuando empiezan a excusarse–: yo preferiría dar sopa de verduras, pero están demasiado caras…

Los tranquilizo, no vine a juzgar, y enseguida pregunto cómo preparan la sopa. Todo mundo sabe, mi padre lo sabía, que los fideos se fríen hasta dorarse para que no se hagan engrudo al cocerlos; así entramos en materia: ¿saben ellos que la pasta es harina pura que absorbe y se satura de aceite para quedar impermeable al agua de cocción? Es innecesario subrayar la nula calidad de ese platillo y su responsabilidad en la obesidad familiar, ellos mismos se declaran culpables. No es para tanto, la culpabilidad está compartida con las autoridades que permiten la oferta barata de pastas malas y el encarecimiento de las verduras. De paso, aprovecho para comparar las pastas con los productos de harina que se compran planos, de distintos colores y vagos sabores y que al meterse en aceite se inflan: botana para todas las edades cuando el hambre atrapa.

Cuento a mis entrevistados que México es el único lugar del mundo donde se fríe la pasta, ni los chinos que la inventaron ni los italianos que la hicieron su plato nacional la fríen, sino que la cuecen o añaden en sopas de verduras al final de la cocción hasta que queden al dente (explico esto último).

¿Cómo sazonan los guisos? Pican la cebolla, el ajo, los chiles frescos, el jitomate y los fríen. Y el arroz, ¿cómo lo preparan? Yo lo sé y todo mundo lo sabe, pero la descripción de las entrevistadas me permite sugerir el modo de mi abuela (siglo XIX), donde cebolla y ajo no se pican, sino se muelen como siempre hicieron los pueblos originarios y siguen haciendo indígenas y campesinos: repasan y repasan en sus molcajetes ajos, cebolla, chiles verdes, o secos remojados, y los ingredientes que requiera el guiso, echando el puré resultante directo a la olla o haciéndolo acitronar antes en un poco de aceite. Y si se trata de hacer arroz, éste se echa sobre el sazón acitronado para que absorba su sabor, en vez de hacerlo absorber el aceite con el que se le cubre en México antes de sazonarlo. Costumbre excepcional entre los países consumidores de arroz, pues esta semilla se llena del primer líquido con el que entra en contacto y no vale la pena que sea de aceite. El arroz frito asiático se fríe cuando ya está cocido –suelo añadir.

La encuesta lleva implícita la pregunta sobre la comida en tres tiempos; las respuestas son unánimes: antes se comía en un plato el guiso de verduras y carnes o similares, acompañado de frijoles o de arroz y con hartas tortillas. Nadie comía como se sirve en las fondas de hoy, en los restaurantes ejecutivos (sic) o como en la mesa de los zares rusos de donde tomaron el hábito los franceses. ¿Qué llevó a los mexicanos a adoptar frituras y tres tiempos?

Ciertamente, los españoles influidos por los árabes y los asiáticos trajeron las frituras a Nueva España, pero ninguno de estos pueblos fríe crudos el arroz u otros cereales o derivados del trigo en sus preparaciones.

A reserva de investigar más a fondo éstas y otras incógnitas importantes para la antropología de la alimentación, se puede adelantar la hipótesis de que los pueblos originarios fueron tan devaluados en todos los ámbitos de su cultura y de sus personas, que se oculta cualquier signo exterior de indianidad con el uso exagerado de algo que se cree ser lo opuesto. Como cuando en mi encuesta para mi tesis doctoral sobre “qué es un indio” (palabra afortunadamente en respetuoso desuso y que entrecomillo) recibí, entre otras respuestas fascinantes: Creen que soy indio porque no como carne, pero no es porque no me guste, sino porque no tengo dinero para comprarla.

El abuso del aceite en la dieta del pueblo no es, insisto, falta de educación, sino deformación de la cultura hegemónica. Dejemos a los mexicanos la posibilidad de producir sus alimentos y procesarlos, mientras que el auge actual de nutriólogos podría nutrir (valga la redundancia) a la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris), donde podrían ser de verdad útiles, vigilando la calidad, etiquetado e información de los alimentos que denuestan en sus sabias recomendaciones para el pueblo, pero sin que le den ninguna solución medianamente posible.

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