Opinión
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Europa: el odio del 75 por ciento
L

as protestas y movilizaciones, más amplias e importantes que la abstención electoral, precedieron y confirman a ésta: la mayoría de los europeos (75 por ciento de ellos) expresan su odio por la Europa del capital financiero e industrial. Muy pocos, sin embargo, piensan en cambiar el sistema social.

Los llamados estados nacionales se unificaron en todas partes mediante la victoria militar de los reinos más fuertes y/o rebeliones populares o bajo la presión de todo tipo de potencias más fuertes. La Comunidad Económica Europea (CEE) intentó desde 1957 crear un estado como Estados Unidos, de alcance continental, con una moneda única, pero, a diferencia del pasado, no podía intentar unificar el continente mediante la sumisión al papado (el cristianismo se había dividido hacía siglos), ni por el sable de un vencedor, como Napoleón o Hitler, ni por una conmoción política de masas, que buscaba precisamente evitar: comenzó pues como intento del gran capital industrial-financiero, no de los estados o los pueblos. Y el resultado –la Unión Europea (UE), continuadora de la CCE– instauró una política agraria, financiera, de inmigración, cultural y, sobre todo, una moneda única, a la medida de esa fracción del gran capital y con grandes resistencias nacionalistas de algunos grandes estados –la Francia de De Gaulle– y, salvo en Italia y España y Europa oriental, sin ilusiones de los pueblos que la integraron. La UE fue y es un semiestado no concluido, reducido por su incapacidad política y militar al papel de vasallo de Washington, y la gran crisis mundial que la afecta hace hoy obsoleto el traje político cortado por el capital financiero de modo que las costuras del mismo saltan por todas partes.

La abstención, en escala europea, llegó a 57 por ciento. Ella no expresa, como en ocasiones pasadas, indiferencia, sino, mayoritariamente, hartazgo, odio contra las políticas neoliberales del gran capital que éste presenta como las únicas posibles. A ese 57 por ciento hay que agregar los votos de protesta de izquierda –como los de Syriza, en Grecia, o de Podemos, en España–, así como la protesta de derecha (en Francia, el Frente Nacional, xenófobo, racista; en el Reino Unido, UKID, de Nigel Farage, ultraconservador, xenófobo y nacionalista, o como en Hungría, Finlandia, Dinamarca, el Flandes belga). Todo eso da un repudio al sistema político europeo de 75 por ciento de los habilitados para votar. La protesta anteriormente fue mucho más vasta: al concentrarse en las elecciones, Giuseppe Grillo perdió en Italia 3 millones de votos, antes ganados en las movilizaciones…

Es que en éstas, en la acción, puede progresar la conciencia anticapitalista, pero las elecciones, en cambio, obligan a elegir entre lo existente y cristalizan el pensamiento, que es conservador, nacionalista. Por eso ganaron las ultraderechas y los conservadores de ultraderecha que, aunque ahora marcan sus distancias frente a los fascistas y racistas, por lógica política tenderán a hacer acuerdos con ellos. Los socialdemócratas de izquierda, como Syriza, con su utópico programa socialdemócrata, o el español Podemos, han tenido un importante éxito al canalizar la crisis del Pasok o parte de los votos del PSOE. Su ejemplo muestra que la derrota se puede evitar allí donde hay al menos la promesa de una alternativa de izquierda y su progreso es importante para Grecia y, en escala muy menor, para España, donde el Partido Popular, supuesto ganador, perdió 49 diputados. Pero los retrocesos del laborismo, de la socialdemocracia y de la izquierda en toda Europa (el Frente de Izquierda de Mélenchon, por ejemplo, perdió la mitad de los votos obtenidos en las administrativas de marzo pasado) muestran que la principal amenaza para el gran capital no viene hoy de la izquierda, sino de las incertidumbres que la abstención y otras protestas masivas por ahora pasivas plantean a los gobiernos.

Para que los trabajadores puedan evitar que los resultados poselectorales sean políticamente aún peores que los de las urnas es indispensable, antes que nada, salir en primer lugar del terreno electoralista, en que se ubican Syriza o Podemos. El problema no es ser el primer partido o haber roto el bipartidismo PSOE-PP: es ofrecer, hoy, ya, una alternativa anticapitalista y de poder, encabezando la protesta y el odio nacionales fuera de los canales del nacionalismo reaccionario y del racismo. Un programa con eje en el empleo, en los jóvenes, en el territorio y acciones directas para aplicarlo, una política de solidaridad contra el racismo y la xenofobia podrían reconquistar protestatarios que, como 43 de los obreros o 56 por ciento de los jóvenes franceses, votaron el 25 por el FN aunque no sean fascistas sino conservadores y nacionalistas como resultado de la educación nacionalista recibida por años de los partidos comunistas y socialistas.

La protesta social –no el voto bronca– puede cambiar las cosas. Pero la gente no lucha meramente contra el neoliberalismo que es sólo una política del capital financiero. Enfrenta un sistema capitalista en crisis dispuesto a salvarse a cualquier costa, incluso de guerras y de una catástrofe ecológica y del fin de la civilización. Por eso, en la resistencia electoral de frente socialdemocráticos amplios, como en los casos de Syriza y Podemos, es indispensable también introducir elementos anticapitalistas.

Se abre un periodo de transición que no es bueno para los vencedores en las elecciones. La Europa del capital difícilmente podrá prescindir del combustible ruso y absorber Ucrania en el mismo momento en que su aparato político cruje por todos los costados y está por ser sometida al papel de satélite de Estados Unidos si firma el Tratado de Libre Comercio (TLC) que Washington quiere imponerle. Ese TLC puede ser derrotado, la aventura en Ucrania puede cancelarse, se pueden arrancar medidas sociales favorables a los trabajadores. El desastre actual debe ser oportunidad para un cambio de rumbo.