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Desaparecidos: actuar ya
E

l presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, informó ayer, durante una reunión con integrantes de la comisión de Derechos Humanos del Senado, que la institución que encabeza tiene registrados 24 mil 800 casos de desaparición de personas desde 2005 a la fecha. En 612 casos se tienen pruebas de la intervención de autoridades gubernamentales y en otros 267 hay indicios de que la ausencia pudo ser causada por grupos de la criminalidad organizada. La cifra es mucho más pequeña que la de Amnistía Internacional (AI), la cual sostiene que sólo en el gobierno de Felipe Calderón hubo más de 26 mil desapariciones (La Jornada, 17/2/14) y es difícil, por la naturaleza misma del crimen de desaparición forzosa, disponer de un número consistente de casos.

Lo que queda claro es que nuestro país se encuentra ante una tragedia de grandes proporciones, causada por una práctica delictiva regular y particularmente atroz, que afecta de manera directa y dolorosa a cientos de miles de mexicanos –los desaparecidos mismos y sus familiares y personas cercanas– y no menor a la que se abatió en Argentina durante la dictadura militar (1976-1983), cuando entre 13 mil (según los casos documentados por la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno) y 30 mil personas (de acuerdo con los datos de organizaciones humanitarias) fueron sustraídas a la fuerza por orden de los mandos militares entonces gobernantes y, en su mayor parte, asesinadas.

Si en el caso mexicano se toma la cifra más baja, se tiene una media de 7.5 desapariciones diarias en un lapso de nueve años, dos de los cuales corresponden al sexenio de Vicente Fox, seis al de Calderón y uno más al de Enrique Peña Nieto. El hecho mismo de que más de siete personas sean secuestradas o levantadas diariamente sin que se tenga noticia de su paradero debería ser motivo de una indignación nacional que, sin embargo, no ha tenido lugar. Esta ausencia de reacción masiva ante la barbarie de las desapariciones tal vez pueda explicarse parcialmente por un aturdimiento social causado, a su vez, por el permanente agobio económico y laboral y la gravísima inseguridad que padece de manera cotidiana la gran mayoría de la población. En todo caso, la falta de respuestas sociales permanentes, consistentes y articuladas ante el fenómeno constituye un dato para una consternación adicional.

Mucho más grave es la abulia de las autoridades de todos los niveles y distintas administraciones sexenales para hacer frente a las desapariciones y combatir a sus autores, muchos de ellos situados en instituciones oficiales, como se desprende de los 612 casos en los que la CNDH encontró autoría de alguna instancia gubernamental. En conjunto, las decenas de miles de desaparecidos son un indicador fehaciente de que el Estado ha venido incumpliendo una de sus obligaciones constitucionales básicas e irrenunciables: la defensa de la vida y la integridad de los habitantes del país. La responsabilidad de las autoridades, sea por acción o por omisión, es, pues, ineludible.

El esclarecimiento de todas y cada una de las desapariciones es una tarea tan dolorosa como obligada y, sin embargo, en lo que va del actual sexenio esa tarea se ha quedado en la formulación de buenas intenciones. Por otra parte, no basta con esclarecer el destino de los desaparecidos: los gobernantes del pasado reciente deben ser investigados por los actuales y, en su caso, imputados penalmente por los delitos cometidos. La postergación de este esfuerzo acelera la descomposición institucional, ahonda el descrédito de las instituciones formales ante la sociedad y prolonga la impunidad. Pero debe tenerse en cuenta que, según las leyes, la desaparición forzada es un delito que no prescribe porque se sigue perpetrando cada día y cada hora que el ausente permanece desaparecido. Es preciso, pues, poner manos a la obra y empeñar voluntad política en el esclarecimiento y en la justicia. El país no merece seguir padeciendo esta barbarie.