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	 Miguel Ángel Quemain 
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    Perdida en los Apalaches: exaltación  
      del desencuentro 
    
    
    Perdida en los Apalaches, del autor español José Sanchís  Sinisterra, bajo la dirección de Gema Aparicio, es un obra sobre la  simultaneidad, sobre la certeza de que algo nos pasa a varios al mismo tiempo  en distintos espacios. A esta propiedad del tiempo y el espacio se le puede  mirar desde la física cuántica; es algo más simple que lo virtual compuesto de  ensoñaciones y deseos. 
    Lo cuántico pone en evidencia un  horizonte de coincidencias/incoincidencias donde, por ejemplo, la persona que amaríamos toda la vida está a un lado nuestro y  no seremos capaces ni de ser percibidos ni de percibirla y quedará  ligada a nosotros en un mundo potencial. 
    También  puede estar en otro tiempo, en otra dimensión, en una latitud donde no la  alcanzarán más que las sensaciones de que hay alguien más que nos observa, que  nos desea y que puede incluso extrañarnos sin tener la posibilidad de conocernos. Saber que alguien  está ahí para nosotros y  que no hay que dejar de buscarlo, anima diariamente la vida de los que buscan  su “media naranja”. 
    Bajo la  dirección de Aparicio, tres actores de gran capacidad (Estrella, De la Parra y Carpinteiro)  juegan al desencuentro.  Cada uno de los personajes pone en evidencia nuestra ceguera y la invisibilidad de un mundo alterno que  existe casi a la medida de nuestros deseos, pero que no nos aguarda, ni nos extraña, ni  sabrá nada de nosotros. 
    
  
     
      Alberto Estrella y Emoé De la Parra | 
   
 
    Dramatúrgicamente la idea no es  nueva, la han explorado nuestros grandes directores con textos que no estaban concebidos bajo ese concierto a varias voces,  pero constituye uno de los grandes desafíos de la puesta en escena  contemporánea así sea un problema literario compartido. 
    Esa  familiaridad, por llamar de alguna manera a esa legibilidad a la que terminan  por inducir los recorridos a través de caminos novedosos, permite que, sin  saber demasiado de física  cuántica, se entienda que el aleteo de una mariposa en Shangai provoque una  ventisca en Nueva York y que no sea otra cosa que el espíritu de Chuang Tzu,  convertido en mariposa y en viento. Allá y acá. 
    Quisiera pensar sólo en lo temático  y conformarme con el estupendo ejercicio actoral de Alberto Estrella, intenso en su tono y coreográficamente solvente; disfrutar  sin queja la serenidad casi zen de Víctor Carpinteiro y ese poder de  Emoé de la Parra, una actriz sobre cuya energía gira el eje de las acciones  bajo el pretexto anecdótico de esa conferencia  sobre las paradojas del tiempo en una mesa transparente y en el  corazón de la escenografía que Mónica Kubli ha dispuesto para que circulen  estos tres vagabundos del Dharma. 
    Sin embargo, hace falta que la  dirección logre integrar los esfuerzos (el vestuario de Cristina Sauza y la  música de Salev Setra y Guillermo Atisha),  cuya suma no crea una atmósfera donde lo simultáneo sea ese paisaje tan  difícil de integrar para la mente y la percepción, normalmente tan disociadas.  No es fácil ni atender ni entender lo que pasa al mismo tiempo. 
    Justo cuando llega esa comprensión  del mundo, Buda inicia su correcta disolución en ese parpadeo que permite por  una sola vez contemplarlo todo y sucumbir al efecto disolvente de ese estallido  de realidad que, en algún momento, me parece necesario que se le ofrezca como  vivencia al espectador. Se trata de un ruido donde lo legible no está en manos  de lo que se desea escuchar sino de lo que se puede captar. 
    Sabemos que desgraciadamente lo  nuevo tiene pocas posibilidades de revelarse. Solemos escuchar la voz de lo  familiar, de la repetición y el lugar común. Sobreponerse a ese ruido de la época,  Ezra Pound lo atribuyó a la función de lo poético: dijo que el poeta era “las  antenas de la tribu” y esos filamentos permiten entender nuestro tiempo. 
    Me parece que hace falta que la  directora no se asuste con el ruido que  produce lo simultáneo, o por lo menos que acepte el desorden implícito  en una multiplicidad de monólogos que sólo el  oído fino del espectador (afinado por  el director) puede transformar en una conversación posible. El manejo de  la luz no logra crear atmósferas que separen como muros de tiempo, de  distancia, las melodías de los personajes. 
    Perdida en los Apalaches es el centro de un festejo por  los diez años del Círculo Teatral y, por tal motivo, han puesto el acento en el  actor. Los tres son tan solventes que sobreviven al interior de la historia que  cuentan y viven; sin embargo, vale la pena construir esa música de fondo que  modela la historia y que sólo está en manos del director. No es demasiado tarde.  
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