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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
En la Lisboa de 
  Fernando Pessoa 
  Marco Antonio Campos 
Un domingo a la semana   
  
Un lector, un suplemento 
  Gustavo Ogarrio 
Después del número mil 
  Antonio Rodríguez Jiménez 
La cifra y el 
  nombre de la idea 
  
Las mil y una semanas 
La dama del perrito 
  y la geopolítica 
  Jorge Bustamante García 
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Columnas: 
        Bitácora bifronte 
        Ricardo Venegas 
        Monólogos compartidos 
        Francisco Torres Córdova 
        Mentiras Transparentes 
		Felipe Garrido 
        De Paso 
		Raúl Hernández Viveros 
        La Otra Escena 
		Miguel Ángel Quemain 
        Bemol Sostenido 
		Alonso Arreola 
        Las Rayas de la Cebra 
		Verónica Murguía 
        Cabezalcubo 
		Jorge Moch 
        Galería 
		Rodolfo Alonso 
        Cinexcusas 
		Luis Tovar 
    
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          La Jornada Semanal    
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	 Francisco Torres Córdova 
	   [email protected] 
   
   Asunto  de una rosa 
   
 
   Si no fuera por ella, el viento,  el agua, la tierra y el fuego acumularían sin descanso el peso muerto de sus  leyes, puros y neutros en el fatal rigor de sus rutinas según las estaciones, y  en ese orden sin matices las mismas estaciones no serían más que una mancha  temblorosa sobre una esfera desasida en el  espacio. El desierto y sus muchos infinitos no se moverían, aturdidos y  atrapados en el hielo de un silencio sin orillas. Los números, la vocación que  los vincula en cifras y teoremas, andarían perdidos, a la deriva en el orden  intacto y oscuro de las cosas, agobiados por el polvo del desuso, lejos de las  fibras que habrían de tramarlos en algunas dimensiones de la luz y el tiempo. Aun más, o menos, no habría luz que  fuera una señal de uno o tantos paraísos pactados o perdidos, y tampoco entonces tiempo que se hiciera historia  falsa y verdadera. No habría resquicios y huecos, recovecos y rincones,  dobleces o hendiduras en la noche que fueran fecundos  en enigmas, juegos o rituales, y una planicie interminable, incolora e  insaciable avanzaría la vasta indiferencia del vacío. Las palabras nunca  habrían dejado el ámbito del ruido ni brotado el alfabeto del trazo delicado de  un bisonte o la huella de una mano en la húmeda penumbra de una roca socavada por el viento o por la lluvia en una anónima ladera; la inteligencia no  tendría la sinuosa resonancia de la duda, tampoco la mínima alegría de alguna certidumbre si la hubiera. O  simplemente no sería. El rojo de la sangre no relumbraría en el deseo o  el horror, y yacería anodino y ciego en el curso de las venas; la sal y el agua  nada serían del llanto, el sudor o el mar,  inexorablemente separados, cada uno ceñido y atrapado en el hueco de sí  mismo. Sin ella no habría miradas llenas y dispuestas al gozo o el peligro del  encuentro o la espiral del extravío, entonces tan propicio en la tosca soledad que su ausencia abriría sin remedio  en la conciencia. Sería tiesa y turbia  la belleza, el dolor no hallaría remedio o esperanza en plegarias,  invocaciones o conjuros y el placer sería imposible en la memoria. Ella, la imprudente y loca de la casa que decía santa  Teresa; la impredecible  indispensable, la insolente que a deshoras toca la campana de la ciencia y de  la música, la siniestra o amorosa que redime  a la llana realidad de los mareos de  sí misma, la conoce como nadie y revela sus mentiras con mentiras, y que  así retumba por ejemplo en la mirada y la palabra de un hombre que puso el  amarillo de una rosa en el alma de una lengua, un siglo y más de un continente:  “Amaranta sintió un temblor misterioso en los  encajes de sus pollerines y trató de agarrase a la sábana para no caer, en el  instante en que Remedios, la bella,  empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo la serenidad para identificar la fuerza del aquel viento irreparable, y dejó la  sábana a merced de la luz, viendo a  Remedios, la bella, que le decía adiós  con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella,  que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con  ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para  siempre en los altos aires donde no podían  alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”    
   
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