Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 11 de mayo de 2014 Num: 1001

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

En la Lisboa de
Fernando Pessoa

Marco Antonio Campos

Un domingo a la semana

Un lector, un suplemento
Gustavo Ogarrio

Después del número mil
Antonio Rodríguez Jiménez

La cifra y el
nombre de la idea

Las mil y una semanas

La dama del perrito
y la geopolítica

Jorge Bustamante García

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
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La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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Cabezalcubo
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La Jornada Semanal

 

Nuestras vidas y los ríos

Adriana González Mateos


Blanco Móvil,
núm. 125,
México, 2014.

Casi casi se puede decir que la poesía en español empieza con los ríos, cuando Jorge Manrique escribe sus Coplas a la muerte de su padre y da con una afortunada metáfora: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir.”

Esta imagen subraya la fugacidad de la vida al compararla con ese fluir incesante del agua de los ríos, que nunca para, y sigue corriendo siempre. Como en toda buena metáfora, podemos pasar un buen rato encontrando más y más razones por las que nuestras vidas se parecen a los ríos: son minúsculas si las comparamos con el inmenso océano de la muerte; corren por un cauce de rutinas y deberes y costumbres y limitaciones que se disuelven frente al infinito; nos parecen demasiado rápidas, como el agua al escaparse, y en cambio la muerte nos parece honda, oscura y desconocida, sí, como el mar que traga toda el agua del mundo y la contiene dentro de su oleaje majestuoso. La comparación de la muerte con el mar tiene el poder de angustiarnos, porque en el agua se disuelve toda forma, todo aquello que hemos creído duradero. Es tan imponente este poder disolvente del océano que lleva a Manrique a afirmar que ahí se deshace incluso una de las mayores diferencias que caracterizan nuestra vida, es decir, la de la clase social, la separación entre ricos y pobres. Con ese vaivén casi marítimo que le permiten las coplas de pie quebrado, dice Manrique:  “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar,/ qu’es el morir;/ allí van los señoríos/ derechos a se acabar/ e consumir;/ allí los ríos caudales,/ allí los otros medianos/ e más chicos,/ allegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ e los ricos.”

Los colaboradores de Blanco Móvil querrían decir que desde entonces la poesía en español no olvidó los ríos, aunque Salvador Novo alguna vez escribió (y demostró con lujo de ejemplos) que la literatura en español ha dado la espalda al mar. Según Novo, es notable esa ausencia del mar, esa negación de la literatura en nuestro idioma a narrar, a cantar, a imaginar grandes aventuras marinas, porque ni Moby Dick ni la Odisea ni "The Ruine of the Ancient Mariner" de Coleridge, ni la poesía de Derek Walcott ni la de Kamau Brathwaite ni el "Bateau Ivre", de Rimbaud, ni The Tempest, de Shakespeare ni las novelas de Conrad ni aquella novela de Hemingway sobre un viejo; ni siquiera las sagas de piratas del Caribe y de la Malasia escritas por Salgari... En fin, que podríamos planear una historia de la literatura mundial marina y acumularíamos azoro tras azoro al casi no dar con ejemplos en nuestro idioma. Novo concluye que la literatura en español tiene vocación terrestre y lo deplora porque eso nos ha privado de personajes para él particularmente interesantes: esos hombres fuertes, musculosos, atractivos que son los marinos. ¿Qué decir entonces de los ríos? ¿Hay ríos en nuestras literaturas? ¿Sirvió de algo ese poema fundador de Jorge Manrique? Y aquí llega en nuestro rescate nadie menos que el poeta centenario Efraín Huerta, quien nos dejó un poemínimo titulado precisamente Manriqueana: “Nuestras/ Vidas/ Son los/ Ríos/ Que van/ A dar/ Al/ Amar/ Que es/ El vivir”

Una pequeña joya que rinde homenaje a Jorge Manrique y le hace una minúscula y sustancial transformación: nuestras vidas ya no van a dar a La Mar (es decir, al océano), sino AL AMAR (es decir, al amor) que no funciona aquí como metáfora de la muerte, sino como dulzura y placer y alegría de la vida.

Salvados por Efraín Huerta, entonces, los colaboradores de Blanco Móvil nos entregan este número que, en justo recuerdo de Jorge Manrique, enlaza también a los ríos con la lamentación por la muerte de los seres queridos y se abre con un adiós a José Emilio Pacheco y se cierra con una lágrima para Juan Gelman. Aunque ya no alcanzara a figurar en este número de la revista, que estas líneas no acaben sin lamentar también la ausencia de nuestro queridísimo Federico Campbell, sin la comprobación melancólica de que esos tres ríos enormes, queridísimos y llenos de significación para nosotros fueron ya a dar a la enorme mar de la literatura que seguiremos frecuentando mientras nosotros, pequeños arroyos, sigamos corriendo por esta tierra.

Lo anterior conduce a un tema lúgubre, a la herida que son los ríos en esta Ciudad de México, como recuerda en su texto Francesca Gargallo. Río Churubusco, Río Mixcoac, Río Magdalena, Río de la Piedad fueron hasta hace algunas décadas verdaderos ríos, antes de que fueran entubados por decisiones increíblemente idiotas y las catástrofes ecológica y vial se precipitaran sobre nosotros. Setenta ríos sepultados bajo el asfalto. Apenas ayer miraba una foto de la esquina de lo que hoy es República de Uruguay y Roldán. Al borde de algunas casas que todavía existen, ahí llegaban lanchas y chalupas. Sí, el centro histórico fue una ciudad comparada muchas veces con Venecia, donde las casas se reflejaban en el agua de los canales, el tránsito se mecía con el oleaje y florecía una antiquísima cultura lacustre, con sus comidas, sus trajes y sus características arquitectónicas, sus paisajes y sus saberes. Y sus personajes literarios también, por supuesto, como la Cecilia de Manuel Payno, que llegaba hasta el centro remando para vender sus hortalizas.

Todo un pasado mutilado por la voracidad de quienes han gobernado esta ciudad pensando en sus intereses y no en el bienestar colectivo. Pero en fin; estos ejemplos ribereños de la literatura de Ciudad de México sirven para embarcarse en este número de Blanco Móvil, que reúne a veintidós poetas (Carlos Aguasco, Abril Albarrán, Roberto Arizmendi, Andrés Cisneros de la Cruz, Kary Cerda, Rosa Gaytán, Grissel Gómez Estrada, Alicia García Bergua, José Ángel Leyva, Maya Lima, Sandra Lorenzano, Jorge Manzanilla Pérez, Eduardo Milán, Zulema Moret, Eduardo Mosches, Cynthia Pech, Edwing Roldán Ortiz, Jorge Ruiz Dueñas, Socorro Soto, Ramón Iván Suárez Caamal, Adriana Tafoya y Marina Vacs), además de textos de Luis Armenta Malpica, José Balza, Gustavo Marcovich y Eduardo Antonio Parra. Y por último (last but not least) las fotos de Eiji Fukushima, algunas de las cuales muestran ríos claramente reconocibles, otras en cambio los evocan de distintas maneras, que con tanto espíritu lúdico nos recuerda la posibilidad de quitarnos los zapatos y lanzarnos a las aguas que serán menos lineales y menos luminosas, aunque seguramente más líquidas que esta imagen llena de libertad y humorismo.


Letra muerta vs. Combustible vital

Mariana Domínguez


Ética y poética de la lectura: el derecho de leer,
la libertad de saber,
Juan Domingo Argüelles,
Letra Uno Ediciones,
México, 2013.

Lectura sin amor, saber sin respeto, formación sin corazón es uno de los
mayores pecados contra el espíritu…

Herman Hesse

¿Cuántos libros has leído? Es una pregunta frecuente en un país en el que se lee un promedio de 2.8 libros al año por persona, de acuerdo con un estudio recién publicado por la unesco, que coloca a México en el penúltimo lugar de un índice de 108 naciones de todo el mundo (La Jornada, 23/IV/2014).

El tema de la lectura se ha convertido en un “problema” por resolver para las autoridades de gobierno y educativas, que han impulsado infructuosos programas de fomento en las últimas décadas, con el fin de combatir realidades como ésta: treinta y cinco de cada cien mexicanos no han terminado un libro en su vida (Encuesta Nacional de Lectura 2012).

Sin embargo, Juan Domingo Argüelles –quien ha dedicado la última década a reflexionar sobre el libro y la lectura en numerosas publicaciones– analiza la temática a partir de un enfoque distinto al gubernamental en Ética y poética de la lectura, volumen considerado como la continuación del debate que el escritor lanzó en ¿Qué leen los que no leen? (2003).

En su volumen más reciente, el ensayista polemiza sobre si leer en realidad convierte a quien lo hace en una mejor persona; si las personas son más sabias o más inteligentes sólo por la cantidad de libros que han pasado por sus manos. ¿Acaso los lectores son más virtuosos, mientras que los no lectores están más cerca de la estupidez, la pobreza o el crimen? Definitivamente no, responde el también editor, a partir de argumentos bien fundamentados que motivarán la reflexión.

Del mismo modo, cuestiona los programas de fomento a la lectura que obligan a los escolares a leer cierta cantidad de páginas en cierto tiempo, para luego responder cuestionarios de comprensión, que más tarde se convertirán en meras e inertes estadísticas; el autor destaca que, en la mayor parte de los casos, estas estrategias únicamente generan repudio hacia los libros.

Existe un problema de origen: leer no debe ser una obligación, sino una libertad y un derecho motivado por una pasión. De nada sirve fagocitar cientos de libros y jactarse de ello por el mero hecho de sentirse más sabio que los demás. Para el autor, la lectura es un placer voluntario, cuyo fin último es quizá la felicidad y que, en el camino, debería convertir al lector en un ser con mayor humanidad, comprensión, tolerancia y respeto hacia los demás.

Es así que Argüelles atribuye a la lectura una dimensión ética, además de la estética y la técnica. Leer “mejora la existencia de un modo más vital que técnico”, sostiene. Y el lector dará sentido a los libros a través de su experiencia, ya que la experiencia de leer no sustituye a la vida, sino que es una parte de ella que la enriquece.

Lo importante no es almacenar información y libros leídos como si de un currículum se tratara, sino “saber qué hacer con ello y con un propósito benéfico”, en palabras del crítico. El objetivo no es formar lectores cuantitativos, sino cualitativos, que disfruten de la lectura y la conviertan en “combustible vital” y no sólo en “letra muerta”.


La necesidad de contar

Hugo José Suárez


Luciérnagas tras las ventanas,
Melba Gutiérrez Mena,
Gráficos Lor,
México, 2014.

Este libro es una narrativa personal sobre el período de la guerra sucia en México a principios de los setenta. Melba cuenta su historia: cuando era niña, su papá, médico, conoció al Che y se involucró en la militancia de la izquierda, lo que le costó prisión y tortura, hasta que finalmente fue liberado luego de largos años de encierro. Cuando el padre es excarcelado, la recomposición de la vida no es nada fácil, y al poco tiempo muere de un infarto casi provocado.

Pero la esencia de su historia no es la ausencia permanente. No es la desaparición o el asesinato del padre, sino la vida después del tránsito por la prisión política. Lo suyo parecería menos dramático, pero es igual de desgarrador: el padre vivo que vuelve a casa dañado del alma. Melba cuenta el espanto de la partida, los militares en sus dormitorios, la nueva dirección de su vida en casa de familiares y amigos. El desmoronamiento de su mundo infantil. Pero no le sigue el duelo, sino la esperanza de la recomposición, las visitas esporádicas al padre preso, la necesidad de la madre de trabajar en lo que pueda para mantener la estabilidad económica del hogar golpeado.

La niña va creciendo y mantiene viva la ilusión de que papá salga de prisión y las cosas vuelvan a ser como antes hasta que, ese día llega. Pero la recomposición no es como la había soñado: la madre ha adquirido autonomía, la niña ya es adolescente, y a casa vuelve un padre internamente destrozado. El relato muestra la descomposición de la familia nueva, la tensión de intentar recomponer lo que ya no se puede resolver, la cruda dificultad de restablecer una familia con un miembro mutilado del espíritu. Y claro, nadie puede ser el mismo después de la tortura, nadie es el mismo después de años de prisión, después de transitar por los laberintos de la miseria y la crueldad humanas. El sentimiento de desconfianza, de miedo, de angustia se apoderan del padre, que no tiene otro camino que dejarse morir, construir un camino hacia la propia inmolación, una especie de suicidio de baja intensidad. El médico-militante, con conocimiento de cardiología, deja que el corazón se encargue de poner fin a su martirio.

Hay una amplia literatura sobre el secuestro, la tortura, el asesinato, la desaparición de militantes de izquierda en América Latina, pero poco se ha escrito sobre la experiencia, igual de brutal, de sobrevivir. El libro no es sobre la ausencia, el duelo luego de la muerte, sino sobre la presencia atormentada para quien sobrevive y tormentosa para quienes conviven con él.

En otro orden, que no es menor, la autora realiza un esfuerzo mayor para escribir el libro siendo que su profesión es la odontología. No tiene pretensiones literarias, no quiere premios ni aplausos, no espera que los grandes escritores se ocupen del tema. Escribe desde su computadora personal, desde su propia historia, con muchas dificultades, en primera persona. Publica en una editorial de poca circulación, se apoya en amigos para el trabajo de edición, paga con su propio dinero el producto, y finalmente no lo vende en las grandes librerías de Coyoacán: lo regala. Por eso el documento tiene mucho valor, cada letra viene cargada de empeño, de esfuerzo, de vida, de necesidad de contar. El documento es un pedazo de la historia no con mayúscula, sino de la pequeña historia, la de una niña que mira el desmoronamiento de su vida y que ahora es una mujer que cuenta su pasado. Es la otra cara de la brutalidad de Estado que vivió México, que poco a poco empieza a salir a la luz.


Crítica y nihilismo en Walter Benjamin

Orlando Lima Rocha


El truco preferido de Satán,
Walter Benjamin,
Salto de Página,
España, 2013.

Pensar la cotidianidad y reflexionar sobre su sentido desde el espacio urbano para topografiarlo crítica y ociosamente en su nihilismo mercantilista: el flâneur hace su aparición una y otra vez en cada línea escrita por Walter Benjamin en esta edición que compila una selección de sus pasajes filosóficos, El truco preferido de Satán. Una edición preparada por Vicente Forés y Jenaro Talens, que incluye fotografías de Alberto García-Alix como complemento esencial de la visión estética del pensador alemán y su singular forma de imaginarlas, de explorar el espacio de la modernidad montado sobre París como un símbolo del mítico progreso.

Walter Benjamin presenta en cada uno de sus pasajes la importancia de vagar en la ciudad, de actuar ociosamente y así dimensionar no sólo los grandes sucesos sino también dar cuenta de lo trascendente, que es lo pasajero. Benjamin rescata al río que corre en el tiempo de la cotidianidad, tiempo de progreso cuyo enano teológico, como mostrara en sus Tesis sobre la historia, está presente. Es así que persiste el truco satánico: el progreso es delineado por el autor en estos pasajes para mostrar los lugares en que la modernidad se ha producido: ciudades, casas, habitaciones, calles, el cuerpo mismo ...y cada uno contiene en sí este carácter aurático que permite la cercanía y apropiación de las cosas sobre cada uno de nosotros, a pesar de su distancia y de su profundidad por medio del coleccionista, quien desmercantiliza lo coleccionado.

El truco preferido de Satán nos permite vivir nuestra cotidianidad exaltando en cada momento sus instantes; una cotidianidad cuyo mercantilismo nihiliza la vida alejándonos del momentum vital. De allí la tarea benjamineana y el reto del flâneur: habitar la ciudad moderna desmercantilizando la vida para revitalizarla. Las fotografías, “imágenes del encuentro entre la máquina y el ser humano”, que contiene la obra son complemento esencial de su mensaje y muestran a su vez los linderos por los que puede transitar cada una de las reflexiones del pensador alemán, a pesar de su distancia y con un carácter aurático.



Nuestra América es una.
Escritos políticos,

José Martí,
Conaculta,
México, 2013.

Quien erróneamente crea que los afanes expansionistas de Estados Unidos son cosa del pasado o paranoia del presente, hará bien si revisa los artículos, crónicas, cartas y discursos del insustituible poeta y pensador cubano: encontrará, con indignación más que con sorpresa, que de amenaza inminente tales propósitos de expolio y apropiación pasaron a volverse triste realidad. Pero también entenderá, gracias al claro discurso martiano, que la actitud en respuesta no debe consistir en bajar la cabeza, mucho menos en la ilusión ridícula de parecerse a quien ejerce un dominio indebido sobre otros pueblos, riquezas y culturas.