Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 4 de mayo de 2014 Num: 1000

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Shakespeare,
450 años después

Rodolfo Alonso

Por mi boka
José María Espinasa

Para conocer a Carballo
Felipe Garrido

La vida te va apagando
Orlando Ortiz

Así es como hay que irse
Jorge Pedro Uribe Llamas
entrevista con Emmanuel Carballo

La canción de Marguerite
Arturo Gómez-Lamadrid

Los niños flacos
y amarillos

Marguerite Duras

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Columnas:
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La Jornada Semanal

 

La vida te va apagando

Orlando Ortiz

Hace tres o cuatro semanas me comuniqué por teléfono con él, para saludarlo y preguntarle cómo estaba, cómo se sentía. Aproveché para felicitarlo por la aparición de su Párrafos para un libro que no publicaré nunca, recién editado por Conaculta ¿Ya lo leíste?, me preguntó. ¡Claro!, respondí, y creo que resolviste de maravilla las dudas que tenías en cuanto a los episodios sentimentales de tu vida, apunté. Fue una charla breve; en su voz percibí el cansancio de la edad y los males que con ella vienen. No obstante me preguntó en qué estaba trabajando y le respondí que en una novela que me costará un chingo de canas verdes; él sonrió y me dijo que canas tenía desde hace mucho; porque desde hace mucho me cuesta trabajo escribir como antes, respondí, escribir media cuartilla me cuesta un huevo y la mitad del otro. Es que lentamente la vida te va apagando, sentenció y yo no me atreví a decirle: te estás autoplagiando, pues esas palabras se hallan en el párrafo antepenúltimo del libro.


Foto: María Luisa Severiano/ La Jornada

Conocí a Emmanuel en 1967, si la memoria no me falla, en una ceremonia de premiación. Yo había obtenido el segundo lugar en el primer concurso de la revista Punto de Partida, en cuento. Julieta Campos y Emmanuel Carballo habían sido los jurados. Entablamos conversación y él me preguntó si tenía alguna novela, pues Diógenes (la naciente editorial que él dirigía) estaba organizando la publicación de seis novelas en competencia de jóvenes escritores mexicanos, y le faltaban dos o tres títulos. Le respondí que tenía una en proceso. Llévame a casa lo que tienes, para echarle un ojo. Así lo hice y me dijo que le gustaba y que siguiera escribiéndola, a ver si la terminaba satisfactoriamente antes de que se completaran las novelas requeridas para el certamen. Lo conseguí y al parecer los resultados fueron satisfactorios, pues la publicó.

Ese fue el inicio de nuestra amistad. Después, como producto de nuestras charlas, nacieron tres libros más, que él editó. Cuando don Eulalio Ferrer le pidió que se hiciera cargo de la revista Cuadernos de Comunicación, me llamó para que fuera el secretario de redacción. De esa época recuerdo que ambos –y José Ciccone, como diagramador– sacábamos adelante la revista; todos los lunes, por la mañana, antes de iniciar las labores, comentábamos el capítulo de nuestra “telenovela favorita” –lo decíamos burlándonos de nosotros mismos–, Los de arriba y los de abajo, una serie inglesa espléndida en todos sentidos. Posteriormente comenzó a colaborar como articulista en la Organización Editorial Mexicana, a invitación de don Benjamín Wong, quien acabó convenciéndolo de que aceptara ser el jefe de la sección editorial, y le daba carta blanca para invitar colaboradores, quitar a los que sintiera obsoletos, etcétera. Fui invitado a colaborar, y dadas sus relaciones con intelectuales latinoamericanos de “peso completo” en ese momento, que estaban como refugiados políticos, la nómina del diario se enriqueció considerablemente. Hubo algunas fricciones con el jefe de redacción o subdirector, ya no lo recuerdo bien, pero don Benjamín Wong siempre le dio su apoyo a Emmanuel. El problema se presentó cuando el licenciado Mario Moya Palencia dejó la Secretaría de Gobernación y sustituyó en el timón a don Benjamín. Hubo problema con algunos de mis artículos, le dije a Emmanuel que para evitarle problemas renunciaría y me respondió que él también lo haría. Lo hizo saber a los colaboradores, que de inmediato se solidarizaron. Se presentó públicamente la renuncia, y Emmanuel también lo hizo de manera individual en una carta dirigida al Lic. Moya, vía Enrique Mendoza, expresando su total desacuerdo por la conducción autoritaria y nueva línea editorial del periódico, ahora carente de crítica y servil, y por lo mismo se oponía a que los artículos de los colaboradores que él había llevado a la Organización fueran mutilados o sometidos a censura.

Podía haber hecho caso omiso del problema, en cierta medida menor, pues en realidad al único colaborador al que se le habían mutilado colaboraciones fue a mí, que escribía de cuestiones nacionales, pues el resto abordaban los problemas de Latinoamérica. Pero no lo hizo. Iba contra sus principios libertarios, de solidaridad y, por así decirlo, de izquierda sin partido. El siempre se consideró un “francotirador”. Tanto en la literatura como en la política. Nunca solapó debilidades o errores de amigos o enemigos. Esto le acarreó muchas enemistades y pérdida de “amigos” incapaces de aceptar críticas. Tal vez se quedó malacostumbrado a ser el “infante terrible” que en los años cincuenta apareció en la crítica literaria de nuestro país. Y, en alguna medida, se fue quedando solo. (Como casi solo, en su ataúd, estaba este lunes 21 en la funeraria. La fiesta fúnebre estaba en otra parte, donde había cámaras, medios, celebridades. Pero ésta no era excluyente, los excluyentes fueron los asistentes al duelo.)

¿Cuál fue el mayor pecado de Emmanuel Carballo? Decir lo que pensaba y ser congruente con lo que decía. Además, allá en el rancho habríamos dicho: no tenía pelos en la lengua. Era consciente, por otra parte, de que podía estar equivocado en sus juicios, pero de lo que siempre estaba convencido era de la sinceridad de los mismos. En cierta ocasión, cuando tenía poco de conocerlo y tratarlo, me dijo que le espantaba la idea de llegar a una edad en la que se estancara intelectualmente y quedara ligado a prejuicios literarios o políticos conservadores o, lo que era peor, reaccionarios. Que para él, los críticos debían ser como los poetas marchitos, que si tienen suerte se retiran a tiempo, para no escribir pendejadas obsoletas y olorosas a naftalina. Emmanuel Carballo, estoy convencido de ello, no tuvo que retirarse porque nunca llegó a viejo; siempre fue, a lo largo de su vida, el infante terrible, el “mal necesario”, como él mismo calificaba su oficio.

A veces declaraba estar esperando la aparición de un joven crítico al que pudiera dejarle la estafeta. El problema, ahora, aunque se oiga como lugar común, es que deja un vacío tremendo. No veo a ese joven que pueda llenar los zapatos de Emmanuel. En la academia hay muchas y muchos de gran talento y con conocimientos muy amplios, pero tal vez por lo mismo incapaces de la pasión y vehemencia necesarias para ser críticos.