Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Caldo de camarón

S

on las cuatro de la tarde. En la cantina flota un olor agrio: orines y cerveza. No hay ventanas. El techo es alto. Sobre el espejo encima de la barra se ven un reloj antiguo descompuesto, el cartel de una Manola derramando claveles y el retrato de don Salustio, primer dueño del establecimiento.

El espacio resulta insuficiente para nueve mesas. En su mayoría las ocupan obreros que trabajan en la zona industrial y van a la cantina atraídos por la abundancia y la variedad de las botanas, pero sobre todo por la fama de que goza el caldo de camarón. Se sirve toda la semana pero los viernes se complementa con porciones de chamorro adobado.

Al ajetreo en la cocina, el golpe de las fichas contra las mesas, las conversaciones y el arrastrar constante de las sillas se mezcla la voz de Paquita la del Barrio. Desde el botón M-14 de la rockola, la intérprete revive uno de sus mayores éxitos: Tres veces te engañé, tres veces te engañé, tres veces te engañé. Camino al mingitorio, Francisco –un hombre alto a quien apodan el Solysombra por el lunar oscuro que abarca su mejilla izquierda– completa la letra de la canción en el tono de quien es indiscutible dueña de la noche: La primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera ¡yo qué sé!

II

Entre aplausos y carcajadas se oye la voz gangosa de Paulo: Ese güey debería dedicarse a la artistiada. Me cae que rápido se haría famoso. Francisco reaparece y ocupa su lugar ante la mesa repleta de botellas, tazas con restos de caldo y servilletas de papel: ¿De quién hablan? Paulo echa el cuerpo hacia adelante: “De ti. En vez de seguirle como machetero deberías buscar una oportunidad en la tele”.

Ricardo, el más joven del grupo, le expresa su admiración: Si no hubiera sabido que eras tú, habría jurado que estábamos oyendo a la Paquita o ¿a poco no? Gabino recoge la pregunta: “Híjole, sí. Les juro que hasta se me enchinó el cuero. ¿Por qué no te avientas Cheque en blanco”. Incómodo ante la observación de todos, Francisco protesta: Órale, ya no manches, y déjame probar el chamorro. (Mira el plato vacío) Ay, güey, pero si ya no quedó nada. Ustedes tragan como pelones de hospicio.

Paulo se vuelve hacia la barra y se dirige al empleado: “Lucio, a ver si nos mandas otro chamorrín porque aquí el Solysombra tiene antojo. Y de paso le traes una bien muerta porque ya anda medio seco”. Un vecino de mesa lo provoca: Hasta pareces su vieja de tan bien que lo atiendes. Paulo se hincha de orgullo: ¡Pero cómo no voy a consentirlo, si es una futura estrella. Gabino levanta su cerveza: “Propongo un brindis por el Solysombra.” La sugerencia es recibida con nuevos silbidos y aplausos.

Repentinamente, la sonrisa de Francisco se esfuma y su rostro se vuelve inexpresivo, como de piedra. Ante el desconcierto de sus amigos abandona su silla, levanta la mano y se dirige a toda la concurrencia: Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido. Su imitación de Pedro Vargas desborda la euforia y la avidez de los parroquianos: Aquí, otras dos micheladas. ¿Qué pasó con mi solera? Lucio, sírveme un tequila, pero rápido porque me está esperando mi fiera...

III

Un hombre ebrio dormita sobre la última mesa. En la siete sólo quedan Néstor y Gabino. Uno bebe en silencio, el otro reitera su admiración por las dotes imitatorias de su amigo y le pregunta si es difícil fingir otras voces. Complacido por los elogios y el interés, Francisco agita su botella de cerveza mientras contesta: Para mí no. Lo hago desde que era chamaco. ¡Híjole! ¿Y cuál fue el primer cantante al que imitaste?

Francisco bebe un trago largo y mira a Gabino de frente, seguro de que va a sorprenderlo con su respuesta: A ninguno. Comencé imitando la voz de mi padre? ¿Era artista? No. Trabajaba como encargado de una carbonería. El expendio no era ni la cuarta parte de esta cantina pero allí vivíamos. Me acuerdo que siempre andábamos tiznados, menos los domingos que íbamos a unos baños públicos. La limpieza nos duraba un rato. A la noche volvíamos a ensuciarnos porque nuestras camas eran los costales de carbón.

Intrigado por la confidencia, Gabino hace otra pregunta: ¿Por qué vivían allí en vez de irse a un cuarto, aunque fuera de azotea? Los ojos de Francisco se abrillantan a causa del recuerdo: Mi padre necesitaba ahorrar para poder traerse a mi mamá y a mis hermanos. Tuve seis. Fui el mayor y el único que nació con esta chingadera. (Se toca la mejilla.) Mi mamá pensaba que el lunar impediría que algún robachicos me llevara. Y sí, tenía razón: ¿quién iba a querer a un niño con una marca tan grande?

Gabino se echa hacia atrás para observar mejor a Francisco: Exageras. Sólo de cerca la nota uno. Y órale, sigue contándome. ¿De quién era la carbonería? De don Lázaro, uno medio riquillo de Autlán, con varios negocios acá. Nos pagaba una miseria pero a cambio de eso permitía que viviéramos en su changarro.

Lucio se acerca a retirar los cascos: ¿Algo más o así están bien? Sírvenos igual, le ordena Francisco sin mirarlo. Gabino saca de su bolsillo el celular y lo apaga: Así podremos seguir platicando más tranquilos. Bueno, ¿y qué onda con las imitaciones?

Francisco se frota el cuello adolorido y mira con lástima al hombre que dormita en la última mesa: Ya te lo dije: empecé con la voz de mi padre. Quería oírla. No te entiendo. Resignado, Francisco aclara: Al poco tiempo de que llegamos aquí, mi papá cambió mucho. Con la excusa de que extrañaba mucho a mi madre y a mis hermanos empezó a beber, primero los domingos y después a diario. Eso me hacía llorar pero a él no le importaba.

Gabino adopta tono de suficiencia: Que no te extrañe. Las cosas de familia son todas iguales. Mi jefe siempre fue algo adusto, indiferente conmigo y creo que nunca me dio un beso. Néstor reacciona: Mi padre sí. Era muy cariñoso. De recién llegados me trataba como lo que yo era: un niño que, lo mismo que los demás, teme quedarse solo o que su padre no vuelva. ¿El tuyo se iba? ¿A dónde? Francisco inclina la cabeza y juega con una corcholata: “No sé. Al salir me decía al rato vuelvo. pero pasaban horas y a veces toda la noche sin que regresara. No te imaginas lo desesperante...”

Gabino se levanta: Perdona. Tomé mucha cerveza. Me urge ir a echar una firma. Espérame. Francisco se desconcierta. No esperaba la interrupción en un momento tan emotivo para él. Se siente ridículo, traicionado, arrepentido de lo que ha dicho. Promete no hacer más confesiones. Cuando su amigo vuelva, por más que le insista, no le dirá nada más de su vida, no le describirá sus noches solitarias en la carbonería, no le confesará su odio a las ratas, su temor a los ruidos de la calle que se filtraban por debajo de la cortina metálica. Mucho menos le revelará que en las horas de pánico imitaba la voz de su padre diciéndole lo que él tanto anhelaba escuchar: Francisco, estás conmigo. Duerme tranquilo. Yo te cuido.