Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de abril de 2014 Num: 996

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Charco de tormenta
Salvador Castañeda

Inteligencia, erotismo
y razón

Carlos Oliva Mendoza entrevista
con Luis Villoro

Luis Villoro y la
voz del caracol

Luis Hernández Navarro

Planeta Claudel
Miguel Ángel Flores

De Breves
poemas chinos

El arte poliédrico de Roberto Montenegro
Argelia Castillo

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Columnas:
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Enrique López Aguilar
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Artes Visuales
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
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Cabezalcubo
Jorge Moch
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Cinexcusas
Luis Tovar


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Luis Tovar
Twitter: @luistovars

Guadalajara 29 (II DE III)

Estas son algunas de las películas que formaron parte de la sección oficial en competencia de largometraje iberoamericano de ficción del vigésimo noveno Festival Internacional de Cine en Guadalajara:

Más que pródigo, excesivo en la re/presentación de la muerte del hombre a manos del hombre, hay un cine –y unos espectadores, auténtica legión– al que se le puede complicar la puesta en práctica de las coordenadas narrativas, pero sobre todo psicológicas y emocionales, en las que se ubica un filme como Matar a un hombre (Alejandro Fernández Almendras, Chile/Francia, 2014); complicación muy posiblemente traducida en un reproche tan absurdo como el exceso que echarían de menos: en esta historia de tensión eficaz no se practica el deslavado amoral del hecho tremendo, necesariamente trágico, difícil no sólo de llevar a cabo sino de asumir como marca indeleble de cara al futuro, de quitarle la vida a un semejante. Todo lo contrario, lo que aquí se postula es la dificultad real con la que se enfrentaría un individuo cualquiera –póngase por ejemplo un padre de familia cuya única intención vital aparente es lograr que sus días transcurran sin mayores sobresaltos–, si las circunstancias lo fuerzan a cometer homicidio. Nada de matones imposibles que se despachan a seis o siete cada tres escenas, ni de sicarios cuasiapologéticos desprovistos de alma, o de soldados cumpliendo “deberes” que deberían mover a la desobediencia: he aquí a un cuarentón de clase media baja, taciturno y apocado que sólo así, alterando absolutamente su cotidianidad y violentando su propia naturaleza, puede poner fin a una situación insostenible.


Matar a un hombre

Otro taciturno, pero sin familia o amistad de nadie ni reproches aparentes al destino que no le ha dado tales presencias, porque luce satisfecho con su día a día idéntico al de ayer y al de mañana, es el protagonista de la brasileña El hombre de las multitudes (Marcelo Gomes/Cao Guimarães, 2013): un conductor del Metro, maduro y extremadamente silencioso –salvo cuando se encuentra solo en casa, donde le da por cavilar en alta voz–, arquetípico del zoon metropolitano contemporáneo: uno entre millones y millones de habitantes, anónimo y desconocido por necesidad, para quien el mundo se reduce al espacio rectangular de la ventanilla en la cabina de mando del convoy, con el que cualquier persona podría encontrarse una vez y otra y otra sin reparar en él, sin recordarlo y, en consecuencia, con posibilidades nulas de saber cómo es, lo que le gusta y lo que le disgusta; ni siquiera el nombre. Cerca de él por cuestiones laborales, aunque “cerca” sea sólo un modo de decir y no se deba a voluntad ninguna, una mujer de soledad idéntica o tal vez peor, que busca remediar casándose con alguien que ha conocido vía internet. Él y ella son cualquiera de cualquier lugar: alguien que Unomismo debería reconocer como su igual, con poco que se asomara, sin velos y sin trampas, al fondo de su propio anonimato y de su soledad sin atenuantes, encima exacerbada por las multitudes.

Otra soledad, en este caso bastante mal llevada, es la de Ana, protagonista de La herida (Fernando Franco, España, 2013): Ana no la quiere pero no deja de inducirla, de caer en ella, de revolverse contra eso que la aísla pero, a la vuelta del intento, sabiéndose más al fondo sordo de un rechazo que no proviene tanto de los otros, como ella quisiera convencerse, sino de alguna angustia sin palabras que se cuece y se lacera dentro de sí misma, es decir de Ana que, como para drenar la pus que le va dejando hedionda el alma, no para de dibujarse con Gillette, en los brazos y las piernas y los hombros con quemaduras autoinflingidas de cigarro, los crueles trazos rojos de un dolor que la excede y la vuelve un péndulo desesperado: de la raya de coca con un desconocido al acostón sin ganas con otro desconocido, y de ahí a rehusarse al contacto verdadero de quien la conoce, madre, padre, compañero de trabajo, exnovio que prefirió dejar de darle cuerda a ese juguete averiado de la que un instante sonríe y ama y al siguiente insulta y odia. Un suicidio que se vuelve innecesario, a fuerza de vivir muriéndose de tanta incapacidad para detener unos derrames de ira repentina –bipolaridad, dirían algunos–, siempre dirigidos a los otros pero siempre hallando blanco sólo en ella, que los padece; rabia junto a la cual se van también, como la sangre de Ana en la bañera, el tiempo, la compañía, la sonrisa, la amistad y el amor, comenzando por el que cabe tener por uno mismo.

(Continuará)