Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de abril de 2014 Num: 996

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Charco de tormenta
Salvador Castañeda

Inteligencia, erotismo
y razón

Carlos Oliva Mendoza entrevista
con Luis Villoro

Luis Villoro y la
voz del caracol

Luis Hernández Navarro

Planeta Claudel
Miguel Ángel Flores

De Breves
poemas chinos

El arte poliédrico de Roberto Montenegro
Argelia Castillo

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Columnas:
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La Jornada Semanal

 

Ilustración de Gabriela Podestá

Planeta Claudel

Miguel Ángel Flores

Para la gran mayoría, la película Camille Claudel, donde también se personifica a Paul Claudel, su hermano, será la primera vez que sepa de su existencia. Los que están familiarizados con su obra y biografía, confirmarán su opinión sobre su supuesto egoísmo y crueldad. Figura marginal en el tiempo de pantalla de la trama de esta biopic, Paul Claudel no aparece bajo una luz favorable; parecería que no hubo en él sitio para ejercer la caridad cristiana. Quizá ni en sus peores pesadillas el gran poeta francés se imaginó que una película incrementaría su fama de antipático y soberbio.

¿Quién era Paul Claudel? El prejuicio y la ignorancia en torno a su persona, la arrogancia de las opiniones del poeta y sus ideas políticas no han contribuido a la unanimidad del reconocimiento, como ha sucedido con otros escritores de la misma talla. Lo que sí puede afirmarse es que sin su presencia las letras francesa se hubieran empobrecido. 

Paul Claudel es, sobre todo, el gran converso. El joven agnóstico que descubrió el catolicismo en su vasta realidad. Nada parecía destinar a la gloria literaria y al éxito profesional a este hijo de un funcionario menor de la provincia profunda, del arrière pays, nacido en un pequeño pueblo del centro de Francia: Villeneuve-sur-Fère. Su ingreso a la diplomacia le permitió recorrer el mundo de un extremo a otro. Claudel inició su carrera diplomática como un modesto cónsul y la concluyó ocupando el puesto de embajador en Estados Unidos. Su residencia en la tierra se desplazó de Nueva York (1893) a Shanghai (1895), Fou-tcheou (1898) y T’entsin (1906); de Praga (1909) a Frankfurt (1911) y Hamburgo (1913); de Roma (1915) a Río de Janeiro (1917); de Copenhague (1919) a Tokio (1921); de Washington (1927) a Bruselas (1933). Otros escritores también viajaron, pero casi  ninguno ha sido capaz de hacer una síntesis tan original de cuanto ha visto y vivido en todos los territorios que pisó.

Quizá sea Claudel el único autor ante el que los críticos se plantean una pregunta absurda: ¿Qué hacer con Claudel? Gilbert Gadoffre ha escrito que enemigos y admiradores de Paul Claudel sólo se han puesto de acuerdo en un punto: Claudel es un astro aberrante en el cielo francés, cuya aparición ha sido para todos objeto de estupor. El mismo Gadoffre señala que ese extraño acuerdo está fundado en un malentendido: la poca voluntad de hacer a un lado las razones extraliterarias que se interponen entre el poeta y el lector. En resumen: la incomprensión dicta sus reglas en cuanto a la lectura de la obra de Paul Claudel. No se destaca que el poeta recobró la tradición clásica grecolatina para la poesía y la insertó en la lectura del mundo y del libro, desembocando en un universo excéntrico en el que las referencias de una tradición literaria se volvían cada vez más caducas y los signos se dispersaban quedando sólo la exasperación de la página en blanco, imposible de habitar.

Paul Claudel buscaría dar un sentido a los planteamientos de Mallarmé. Para el joven poeta los hechos de la vida cotidiana se desplegaban ante sus ojos como un espectáculo. Y para expresar ese espectáculo la Biblia le proporcionaba el versículo y Píndaro la flexibilidad de la frase clásica, que se expande como una marea verbal y estalla en un universo de símbolos.

Claudel formaba parte del cenáculo de Mallarmé. Era un miembro permanente de las reuniones que constituyeron su centro de formación, su “curso vespertino”, como dijo un día.

Lo importante en esta historia es destacar que Mallarmé tenía una gran obsesión por el teatro: una verdadera revelación para Claudel al enterarse de ello. Mallarmé había dicho: “El teatro es la esencia superior, ningún poeta podrá jamás, ante la objetividad de los juegos del alma, sentirse extranjero.” El teatro, dijo más adelante, es “la majestuosa apertura sobre el misterio por el cual se está en el mundo para comprender la grandeza”. Meditaciones teóricas, pues nunca pudo cumplir su aspiración de escribir para la escena. Acusaba de su frustración a la pobreza espiritual de la Francia burguesa de la III República, calificada por él de “Estado sin sensibilidad ni unidad”, en el cual la gente parecía haber perdido la razón. Para Mallarmé el teatro necesitaba un nuevo orden social que permitiera a la literatura el regreso a sus fuentes verdaderas, pues sólo así sería posible que existiera “un teatro en el que las representaciones serían el verdadero culto moderno”, una especie de ópera sin acompañamiento, ni canto, sino “sólo hablada”.

El ateo sereno que fue Mallarmé estaba poseído por el genio, que lo hizo advertir la grandeza y el poder verbal de su discípulo, aunque la vida no le alcanzó para presenciar su hora triunfal con obras como Le Soulier de Satin (La zapatilla de raso) y Partage de Midi (Partición al mediodía), sobre la que George Steiner escribió líneas inolvidables acerca del poder de seducción verbal de Paul Claudel.

La hazaña del poeta Paul Claudel consistió en que hizo posible el matrimonio entre el simbolismo y el realismo, lenguajes que parecían irreconciliables. Llevó a su máxima tensión el poema en prosa a través de la cristalización de elementos suspendidos en el aire e hizo la síntesis de materiales heterogéneos que mediante el vigor de su palabra alcanzaron el punto de fusión. Cómo asir el espectáculo de una China llena de sorpresas, de misterio y belleza, dueña de una arquitectura con detalles insólitos y paisajes con la novedad de su luz y vegetación, todo esto enmarcado en la aberrante situación de pobreza que vivía el país y todo lo que se asocia con ella: degradación, suciedad, abandono, humillaciones, taras biológicas. Así nacieron los textos de Connaissance de l’Est (Conocimiento del Oriente), “en que la agudeza de su mirada, la precisión del trazo, la agudeza del detalle se ordenan en torno de significados y símbolos que conforman un reportaje poético de fin de siglo: obra maestra del poema en prosa francés” (Gadoffre dixit).

China es la gran conmoción. Su trabajo diplomático lo lleva a residir en un subcontinente todavía ignorado y despreciado. No recibe la orden de ejercer su encomienda consular en las grandes ciudades de la costa, impregnadas de influencia extranjera, sino que debe ocuparse de modestos puestos consulares en el país interior. Las horas que le dejaba libres su profesión las ocupaba en tratar de desentrañar el impenetrable idioma y la, en ocasiones enigmática, realidad que lo rodeaba. Se sintió de inmediato atraído por la escritura china y su caligrafía, que es todo un arte plástico. La belleza de los trazos lo fascinó, lo mismo que la concisión y la síntesis a la que recurre la poesía para fijar los momentos poéticos, según la estética de Oriente. Su estancia en China se hermanó con su experiencia en Japón. Así surgieron sus poemas chinos y sus cien frases para un abanico: un ejercicio casi imposible por adaptar los procedimientos del haikú al modelo de la lengua francesa, pero que no está exento de sorpresas.

Cinco grandes odas constituye su obra capital en el ámbito de su poesía y, curiosamente, fue en China donde las escribió, rodeado de un escenario bastante exótico para su contenido: una empresa llevada a cabo en la misma órbita de Dante, Virgilio y Homero. La nostalgia por un tiempo pasado que se expresa en un verso intemporal. Las Cinco grandes odas están impregnadas de un entusiasmo que se sabe pasajero. Hoja de santos y las Odas son la transcripción de sus meditaciones religiosas y existenciales en categorías literarias. Su pensamiento referido a la religión se plasmó en formas poéticas y no en páginas de filosofía. Partió de experiencias vitales y religiosas para expresar su canto literario a la gloria de Dios y, por ende, a la de los hombres.

De Conocimiento del Oriente

El baniano

El baniano se estira.

Aquí este gigante, como su hermano de la India, no va a asir la tierra con sus manos, pero al enderezarse con un giro de la espalda eleva al cielo sus raíces como fardos de cadenas. El tronco apenas si se eleva algunos pies sobre el ras del suelo, despliega laboriosamente sus miembros como un brazo que jala hacia el haz de cuerdas que empuña. Con un lento estiramiento el monstruo que jala se tensa y trabaja con todas las actitudes del esfuerzo, tan duro que la ruda corteza estalla y los músculos le salen de la piel. Estos empujes ascendentes, flexiones y arquitrabes, torsiones de riñones y espalda, relajamiento de talones, juegos de elevador y de palancas, de brazos que, al enderezarse y descender, parecen elevar el cuerpo de sus coyunturas elásticas. Es un nudo de pitones, es una hidra que de la tierra tenaz se desprende con obstinación. Se diría que el baniano levanta un peso desde la profundidad y lo sostiene con la maquinaria de sus miembros en tensión.

Honrado por la humilde tribu es, a la entrada de las aldeas, el patriarca revestido con un follaje umbroso. Se ha colocado un repositorio de ofrendas al pie de él, un altar con una figura de piedra, y en su interior el domo de sus ramas. Él, guardián del lugar, dueño del suelo que contiene a la población de sus raíces, persiste y, adonde quiera que se proyecte su sombra, ya sea que se quede solo con los niños, o que a la hora en que toda la aldea se reúne bajo las salientes tortuosas de sus ramas, los rosados rayos de la luna pasan a través de las aperturas de su bóveda que iluminan con su velo dorado el conciliábulo, el coloso conforme el segundo añadido a sus siglos persevera con imperceptible esfuerzo.

En todas partes la mitología ha honrado a los héroes dadores de agua a una región, arrancando una gran roca, para librar la boca obstruida de una fuente. Veo en el baniano de  pie un Hércules vegetal, inmóvil en el monumento de su labor con majestuosidad. ¿No sería acaso él el monstruo encadenado que vence la avara resistencia de la tierra, para quien la fuente surge y se desborda, haciendo que la yerba se extienda a lo lejos y el agua recobre ahora su nivel en el arrozal? Él se expande.

Pintura

Que se fije por las cuatro esquinas esta pieza de seda y no pondré en ella el cielo, ni el mar y sus ríos, ni el bosque, ni los montes seducirán mi arte. Pero de arriba abajo y de un borde hasta el otro, como entre dos nuevos horizontes, con mano rústica pintaré la tierra. Los límites de las comarcas, las divisiones de los campos serán dibujadas con exactitud, los que están ya roturados, los que tienen de pie al batallón de gavillas. Ningún árbol faltará, la más pequeña casa será representada con ingenua laboriosidad. Si se mira con cuidado, se distinguirá a la gente, como ésta que con el quitasol en la mano franquea un puentecillo de piedras, aquélla que lava sus cubetas en la charca, esa pequeña silla que camina sobre las espaldas de sus dos portadores y ese paciente labriego que a lo largo de un surco conduce a otro surco. Un largo camino bordeado por una doble hilera de barcas atraviesa la tela, y en una de sus duelas circulares se ve, en un fragmento de azul en lugar de agua, las tres cuartas partes de la luna ligeramente amarilla.

Noviembre de 1896