Opinión
Ver día anteriorMartes 11 de febrero de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sobre los museos y su administración
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ara celebrar el centenario de la Revolución, el gobierno del Distrito Federal decidió remodelar la Plaza de la República y su principal atractivo, el Monumento a la Revolución y su museo. El concurso para el diseño de la nueva museografía y el reordenamiento arquitectónico de los espacios del museo y su relación con el monumento lo ganó un importante despacho de museógrafos. La propuesta ganadora resolvió arquitectónicamente las circulaciones, aprovechando las crujías del edificio subterráneo, para crear un sistema de exhibición donde se generó en paralelo un discurso lineal, cronológico y vitrinas de doble vista con desarrollos temáticos.

La remodelación del museo fue diseñada a partir de un seminario taller organizado por el entonces director del Museo, Carlos Relión, y los museógrafos, quienes invitaron a Armando Bartra, Francisco Pérez-Arce, Josefina MacGregor, Salvador Rueda, Guadalupe Lozada y Thelma Lazcano. Una vez definido el diseño y la línea general del discurso, el referido despacho de museógrafos nos encargó la realización del guión y del discurso histórico a Francisco Pérez-Arce y a un servidor, quienes trabajamos en estrecha colaboración con un equipo de arquitectos, museógrafos, iconógrafos y diseñadores.

Tres años después, ese trabajo colectivo en el que invertimos nuestro trabajo y nuestra imaginación parece abandonado: las instalaciones del museo reflejan descuido y falta de mantenimiento. Tengo en mi poder la copia de una carta enviada por uno de los museógrafos a quien hasta hace pocos días se desempeñaba como directora del patrimonio artístico histórico, artístico y cultural de la Secretaría de Cultura del gobierno capitalino:

En las fotos que te envío se ve un poste de madera sosteniendo un vidrio roto de la ventana a techo que se diseñó para poder ver el monumento desde el vestíbulo de entrada a las exposiciones del museo, ridículas unifilas para evitar que el público vuelva a visitar las exposiciones, como si eso fuera algo no deseable, falta de mantenimiento en los equipos de proyección y en los sistemas de cómputo interactivos, además de que el acceso está lleno de mesas y muebles aventados sin ton ni son, etcétera.

Mucho más grave es que, a sólo tres años de su reinauguración, el discurso histórico y museográfico fue modificado a capricho de su nuevo director, sin respeto ninguno por el trabajo colectivo arriba mencionado. En lugar de utilizar los escasos recursos del museo en su mantenimiento, en incrementar sus relaciones, en diseñar buenas exposiciones temporales, su director (como señaló el museógrafo referido en la carta que obra en mi poder):

“...los dedica de forma estrictamente caprichosa a rediseñar la museografía con el terrible y penoso resultado visible a los ojos de cualquiera. Bastaría comparar el estado actual de la museografía con fotografías de su estado al inaugurarse o los planos museográficos que se realizaron. Al señor director le bastaron los meses que han estado los maestros en la Plaza de la República para hacer, en lo oscurito, tales modificaciones, amén de que es sabido que quienes prestaron sus colecciones para enriquecer el discurso del museo las han retirado, exhibiéndose de manera pobre temas tan importantes como la autoría del propio Monumento a la Revolución”.

Al transcribir y suscribir esa carta, pido la intervención del nuevo secretario de Cultura. Pero sobre todo, quiero llamar la atención sobre los mecanismos de diseño de los museos en México, en los que (como en toda la política cultural, fundada en la idea de la utilidad reducida a su dimensión mercantil) parecen privar la voracidad y la arbitrariedad. Si estas son las características centrales de la política cultural gubernamental, es lógico encontrarlas en todos los escalones, como puede verse en los lamentables casos del Museo Barroco en Puebla, el Museo del Mundo Maya en Mérida y el Museo del Fuerte de Loreto (o peor, si cabe, en la famosa Estela de Luz).

De ahí que el director del museo imponga arbitrariamente su propio discurso y que a las autoridades culturales les tenga sin cuidado. Es cierto que el director, Édgar Damián Rojano García (a quien en lo personal estimo), ha publicado algún libro sobre el zapatismo y puede considerársele especialista. Es cierto también que el discurso por el que optamos no es el único posible y que debe ser sujeto de críticas, mejoras y adaptaciones. Incluso, éstas son necesarias.

Lo que nos parece sintomático, inaceptable, es la modificación arbitraria, en lo oscurito y sin respeto ninguno por el trabajo colectivo previo que aquí narramos. ¿Será que las políticas culturales propias del neoliberalismo, que describimos en los dos artículos precedentes, privan también en la ciudad de México?

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