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Deshabitaciones
La alegoría medieval de la danza de la Muerte se refiere, en primer término, a una idea de la igualación de todas las personas y los grupos sociales frente a las acciones implacables de un no-ser identificado con la guadaña (que representa la siega del trigo, es decir, de los seres vivos), un manto de peregrino (que lo relaciona con su carácter permanentemente deambulatorio) y con la imagen de la calavera y el esqueleto (imagen del descarnamiento propio de los cadáveres).
Durante tiempos en que el ser humano era mucho más susceptible a epidemias y devastaciones, también se comprende la imaginería según la cual todas las personas bailan detrás de la Muerte, multitudinariamente, como si fueran integrantes de un tenebroso carnaval: hombres y mujeres, reyes y Papas, nobles y siervos bailan al compás de quien los arranca de la vida y de sus fastos.
De muy pocos años hacia acá, como si una danza macabra se hubiera activado imperceptiblemente, la muerte se ha ensañado en las personas de quienes nos habían acompañado con su voz, su inteligencia y su talento artístico. Esto quiere decir que, por una costumbre atávica, la sociedad vive (consciente o no) bajo el manto intangible de un grupo de personas (tal vez, Borges los hubiera identificado con los conjurados) que arrojan luz y sensatez desde sus distintas actividades, meditaciones y obras personales. No es que sean como ángeles guardianes, sino voces que colaboran activamente en el desentrañamiento de los misterios que rodean a la existencia; no es que se trate de consejeros personales, sino de autores que están ahí, y saberlos dentro de una vital condición contemporánea permite salir de mejor manera al tráfago cotidiano, cada vez más complicado por cosas con que la realidad, los políticos y la violencia se encarnizan contra la persona común. Tampoco se trata de haberlos conocido personalmente a todos, pero ocurre que la frecuentación de sus respectivas obras era como un trato personal, familiar.
Las obras permanecerán, eso es notorio, pero ya no habrá otras nuevas, salidas de esas manos. El diálogo proseguirá en otros tonos, pero ya no el sentido platónico: vivo, cambiante, renovado.
En el sentido de lo que vengo comentando, los años recientes no han sido muy buenos para México. No han bastado la ineptitud política, la corrupción y la violencia; encima de todo, se ha impuesto una danza mortífera que se ha llevado a las personas de muchos autores de la generación llamada del Medio Siglo y de otros grupos generacionales: Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero y Ernesto de la Peña, entre los veteranos; Carlos Montemayor y Daniel Sada, entre los jóvenes; Tomás Segovia, Carlos Blanco Aguinaga, Arturo Souto y Juan Gelman, entre los exiliados que se hicieron mexicanos para vivir con nosotros; Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco, entre los integrantes de la Generación de los Cincuenta… Los dedos de las dos manos ya no alcanzan para contar a quienes nos han dejado en menos de un lustro.
Lo diré de otra manera: durante muchos años hemos tenido la buena costumbre de saber que arriba (generacionalmente hablando) siempre había muchos que dialogaban y producían cosas donde nosotros podíamos dialogar e interactuar. Eran un poco las luminarias del cielo nocturno que nadie mira a fuerza de suponer que siempre están ahí. Hasta que es llegado el momento en que la mirada hacia la noche deja percibir cambios notorios en los mapas estelares: acostumbrados a los desciframientos ofrecidos por otros, comenzamos a ser quienes debemos descifrar el mundo para los demás y descubrimos, horrorizados, que ya no tenemos a quién pedir consejo.
Insistiré en lo siguiente: cada obra permanecerá en la memoria de los lectores; el afecto dedicado a cada autor procede de la frecuentación de su obra; proseguir la lectura y tener a la vista “guardaditos” para que no se nos acabe un autor es otra manera de mantener una interpretación inacabable con éste. Lo que ya no ocurrirá es que el siguiente año llegue una nueva publicación; que la próxima semana llegue una colaboración periodística; que mañana sea respondida una carta que antes era una feliz costumbre cotidiana.
En tal sentido, se produce un sentimiento ambiguo, contradictorio: ahí está la plenitud de la herencia de palabras, música, imágenes, pensamientos que han fortificado la vida de quienes hemos sido contemporáneos de quienes se han ido; pero es inevitable esa “íntima tristeza reaccionaria” por la que sentimos que, así sea momentáneamente, es "nuestra herencia una red de agujeros”
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