Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

La pérdida del reino

S

entados en el camellón, entre latas y platos desechables con restos de comida, Diego y Judith conversan. Pasarían inadvertidos a no ser porque él viste disfraz de Melchor, el Rey Mago. Es el mismo que ha alquilado en los últimos tres años. El martes a más tardar tendrá que devolver el atuendo, junto con la corona recamada de gemas falsas. Bajo la luz del Sol la pedrería por momentos arroja destellos que deslumbran a Judith y la obligan a cubrirse los ojos con el dorso de la mano.

Diego: –¿Qué le pasa?

Judith: –Traigo los ojos muy irritados.

Diego: –¿No será que ya necesita lentes?

Judith: –No es eso. Anoche me dormí muy tarde. Estuve ayudándole a Demetrio con su cartita para los Reyes.

Diego: –¿Tanto tiempo para eso?

Judith: –Entre que a mi hijo se le dificulta mucho escribir y la cantidad de cosas que pidió, me tardé bastante–. (Se arregla la cofia blanca y alisa el delantal con el logotipo del restaurante Buena Vista en que trabaja de mesera.) –Lástima de tanto esfuerzo. Mi Demetrio sólo va a recibir el robot de chispas. No quiero ni pensar la cara que pondrá cuando vea que los Reyes no le dejaron en el zapatito la computadora y la dichosa tablet. Se me hace raro que Demetrio no se interese por cosas que de verdad sean juguetes.

Diego: –No se preocupe. Es lo que está pidiendo todos los niños. Me lo dicen cuando se acercan a tomarse la foto y les pregunto.

Judith: –Antes no era así. Mi hermana y yo pedíamos una muñeca, un juego de té, una bicicleta, un reloj cuando mucho–. (Mira el que lleva en la muñeca.) –Ay, Dios santo, ya me pasé diez minutos de mi hora de comida. Lo bueno es que el restorán queda cerca. Corriendo llego en un segundo.

Diego: –¿No les dan alimentos en donde trabaja?

Judith: –Gratis, no, sólo nos hacen descuento. Me conviene más traer la comida de la casa. Gasto menos y aquí, solita, me la paso muy a gusto sin oír los chismes y las tonterías de mis compañeras–. (Termina de meter en una bolsa de plástico las latas y los platos desechables para tirarlos a la basura.)

Diego: –Lo que uno no puede ver a la cara le ha de caer. Usted vino para estar sola y yo me le aparecí. La lonchería adonde siempre voy estaba llenísima de familias. Mejor compré una torta. No me gusta comer solo y cuando la vi pensé en acercarme. Discúlpeme.

Judith: –No tiene de qué. Estuve muy a gusto.

Diego: –¿En serio?

Judith: –No ve que hasta se me hizo tarde.

Diego: –La va a regañar su patrona.

Judith: –Valdrá la pena. Después de todo quién sabe cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a comer con un rey. ¿Va a la explanada de la delegación?

Diego: –A seguir chambeando. Su restorán me queda de camino. La acompaño.

II

A Judith le divierte las miradas de asombro que les lanzan los transeúntes.

Judith: –¿Qué se siente ser Rey Mago?

Diego: –Muy bien. Es bonito ayudar a que los niños conserven las ilusiones, a que crean que alguien en el cielo recibe sus cartitas y luego vendrá a cumplirles sus deseos.

Judith: –No siempre, mejor dicho ya casi nunca. Me siento mal por Demetrio. Cuando vea que a sus amigos sí les trajeron los Reyes todo lo que deseaban y a él no ¿qué le voy a decir? Que gano muy poco, que el dinero no me alcanza, que su padre nunca ha querido hacerse cargo de nosotros. Con decirle que ya ni sabemos dónde vive. Pero no voy a seguir buscándolo y mucho menos voy a cargar a una criatura de siete años con todas esas mortificaciones.

Diego: –Hace bien.

Judith: –Y usted, de niño, ¿les escribía a los Santos Reyes?

Diego: –Sí, claro.

Judith: –¿Le traían regalos?

Diego: –Dos o tres veces, pero luego dejé de recibirlos.

Judith: –¿Se portó mal?

Diego: –No: metí la pata o al menos eso pensé en aquella época. Tulio, un amigo que venía de Reynosa, me dijo que en vez de dirigirme a los Santos Reyes que eran muy pobres le escribiera a Santa Claus porque, como es rico y de los Estados Unidos, siempre trae regalos. Le hice caso. Por supuesto no recibí nada en Navidad y menos el 6 de enero. Mi padre, supongo que para consolarme, atribuyó mi zapato vacío a que los Reyes Magos se habían enojado porque los traicioné con mi carta a Santa Claus y en castigo decidieron olvidarse para siempre de mis cartas.

Judith: –¿Qué edad tenía usted entonces?

Diego: –La que ahora tiene su hijo.

Judith: –¿Y usted creyó toda esa historia?

Diego: –Tanto que, sin decirle agua va, agarré a golpes a Tulio y no volví a dirigirle la palabra. Tardé mucho en comprender que mi padre había inventado lo del enojo de los Reyes Magos para ahorrarme la tortura de esperar cada año un milagro que, debido a nuestra pobreza, no volvería a ocurrir por el resto de mi infancia.

Judith: –Me entristece todo lo que me cuenta.

Diego: –No hay motivo. Créame cuando le digo que aquella historia fue el gran regalo que me trajeron los Reyes. A partir de entonces, no me hago ilusiones

Judith: –¿Nunca?

Diego: –No.

Judith: –¿En ningún caso?

Diego: –¿Qué me gano con soñar en que voy a seguir con este trabajo? ¡Nada! Sé que el martes tendré que devolver la corona y todo lo demás. Dejaré de ser rey para volver a lo que siempre he sido: un desempleado más que se conforma con encontrar una tablita de salvación.