Editorial
Ver día anteriorLunes 18 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Homicidios en guerrero: ¿nueva guerra sucia?
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l sábado pasado Juan Lucena Ríos y José Luis Sotelo Martínez, dirigentes de la comunidad El Paraíso, fueron asesinados en el centro de Atoyac de Álvarez, en la Costa Grande guerrerense, cuando encabezaban una protesta de productores cafetaleros, y horas después de que anunciaron la creación de una policía comunitaria en ese poblado.

Este crimen es el más reciente episodio de una cadena de homicidios de dirigentes y activistas campesinos en Guerrero. Entre otros, el fin de semana anterior un hombre no identificado hirió de muerte a Luis Olivares Enríquez, dirigente de la Unión Popular de Productores de la Costa Grande; el 20 de octubre, en la comunidad de Mexcaltepec, municipio de Atoyac de Álvarez, un sujeto no identificado mató de varios balazos a Rocío Mesino Mesino, líder de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS); el 5 de agosto fueron asesinados Raymundo Velázquez Flores, líder de la Liga Agraria Revolucionaria del Sur Emiliano Zapata, junto con dos de sus acompañantes, en las afueras de Coyuca de Benítez; a principios de junio fueron secuestrados y muertos Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román y Ángel Román Pérez, líderes de la Unidad Popular de Iguala. Ninguno de esos crímenes ha sido esclarecido.

Por los antecedentes regionales y por las características de los homicidios señalados, es claro que el fenómeno no forma parte de la continuada violencia causada por el descontrol de la delincuencia organizada en el país, violencia que no ha cesado en lo que va de la presente adminstración federal, pese a las políticas de comunicación social orientadas a minimizarla a ojos de la opinión pública.

Da la impresión, en cambio, de que los inveterados cacicazgos guerrerenses y otros poderes fácticos han decidido emprender una nueva guerra sucia contra las expresiones de resistencia y organización popular locales. La incapacidad de las corporaciones oficiales de seguridad pública de garantizar la vida de las víctimas, y el hecho de que los asesinos gocen hasta ahora de impunidad, obliga a preguntarse si en esa alianza no participan estamentos del poder público.

Sea como fuere, a las viejas condiciones de marginación, desigualdad y pobreza, a los conflictos agrarios, a los efectos del estancamiento económico actual y al paso de los meteoros que anegaron buena parte del estado en octubre pasado ha de agregarse una nueva ofensiva criminal de sectores no identificados en contra de las organizaciones populares que han sido y son el único instrumento de defensa de comunidades y regiones para hacer frente a la crisis, al abandono oficial, a la devastación causada por fenómenos naturales y a la creciente inseguridad causada por los enfrentamientos entre bandas delictivas y las fuerzas del orden.

Previsiblemente, los atentados mortales contra dirigentes y activistas de tales organizaciones contribuyen a agravar la explosividad social causada por los factores enumerados. Es impostergable que las autoridades federales, estatales y municipales se deslinden en forma inequívoca de esta nueva suerte de guerra sucia –cuyos referentes ineludibles son las cruentas campañas represivas organizadas en la entidad por los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo, así como las masacres de campesinos perpetradas durante el sexenio de Ernesto Zedillo– y empeñen su voluntad política en desactivarla y en identificar, localizar, capturar y presentar ante los tribunales a los presuntos asesinos materiales e intelectuales.