Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 10 de noviembre de 2013 Num: 975

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bachofen o la
mitología paradójica

Mauricio Beuchot

A la memoria de
David Gris

Juan Gabriel Puga

Nicanor: de cantera
de cantores

Enrique Héctor González

El ajusticiamiento
de Taurino López

Agustín Escobar Ledesma

Jorge Carrión y
la revista Política

Marta Quesada

Las ilusiones perdidas:
Fellini 20 años después

Carlos Bonfil

Coordenadas de
una amistad escrita

Cristian Jara

Dos poemas
Spiros Katsimis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Coordenadas de una
amistad escrita

Cristian Jara

La vida activa nunca le sentó bien. Para Gustave Flaubert (Rouen, 1821) tres cosas bellas había hecho Dios: “el Don Juan de Mozart, Hamlet y el mar”. Sólo escribir tenía sentido. A la escritora y amante Louise Colet le decía: “entiende: el amor para mí jamás será algo esencial”, quizá por su incapacidad para conquistar a Elisa Schlésinger, la mujer que deseó más en la vida.

En enero de 1846 murió su padre, dos meses después su hermana y un mundo nuevo le cayó encima. Vivía en Croisset (baja Normandía), refugiado en una casona con su madre y la sobrina de la que se hizo cargo. Aun cuando padecía epilepsia, escribía entre ocho y diez horas al día; se aferraba a la pipa, leía la Eneida y escuchaba con ansiedad los chillidos de las ratas sobre el tejado, la lámpara que lo iluminaba al amanecer hacía de faro a los pescadores del Sena.

El 13 de septiembre de 1849, durante cuatro días leyó para dos amigos, Maxime du Camp y Louis Bouilhet, el primer manuscrito de Las tentaciones de San Antonio.

–¡Arroja el manuscrito a la basura! –sentenció Bouilhet.

Acto seguido, como poseído por un ángel, sugirió que escribiera una novela basada en un suceso ocurrido a la mujer de un médico. Acompañado de Du Camp, Flaubert se largó a Oriente; regresó decidido a vengarse por escrito de sí mismo y seguro de reafirmar el propósito osado de su existencia. Dedicaba un día a una frase, pero también se volcaba como la fiera que halla su presa, envenenado de palabras se fundió en la piel de Emma Bovary. Cinco años le tomó escribir la novela. Fue enjuiciado por inmoral y se hizo famoso.

El 30 de abril de 1857, mientras el esqueleto de Chopin llevaba ocho años retorciéndose en el cementerio de Père-Lachaise con su mejor sonata de piano, en el vestíbulo del teatro Odeón, Flaubert estrechó la mano de Aurore Dupin (París, 1804) y de inmediato vio en ella a un respetable caballero. Flaubert tenía treinta y seis años, ya había terminado su romance con Louise Colet, de la que guardó días bellos pues fue la primera mujer amada y a la vez poseída en carne. Aurore Dupin, o el escritor George Sand, tenía cincuenta y tres años, había leído Madame Bovary publicada por entregas en la Revue de Paris. Ella consideraba a la pereza la lepra de su tiempo y, quizás debido a eso, aquel año publicó tres novelas: El diablo en los campos, Paseos por el pueblo y La Daniella. Esa noche, tras despedirse, corrió a su casa de Nohant –vivía ahí desde 1948, cuando se instauró la ii República francesa–, abrió la puerta de su habitación y se quitó el pantalón, la chaqueta garita de paño gris hecha a medida y, mirándose al espejo, gritó: “¡George!” pues un día en vez de Aurore prefirió llamarse George Sand. El apellido lo tomó de Jules Sandeau, el primer amante literario que escribió con ella, Rosa y blanco (1831). La voracidad de los que escriben sin pausa la adquirió en la infancia, tiempo de infinitas historias en su imaginación, el descubrimiento de ideas liberales se lo debe a su preceptor. Abandonó a su marido, el Baron Casimir Dudevant y con sus dos hijos a cuestas, a los veintisiete años se instaló en París, se vinculó con Delacroix, se dejó aconsejar por Stendhal, le chupó la sangre a Musset. La respuesta de él fue un libro: Confesión de un hijo del siglo (1836). Ella se robó el detalle y, tras padecer en Mallorca el invierno de 1838-1839 entre sus vástagos y Frédéric Chopin, el amor de su vida, publicó Un invierno en Mallorca (1855) donde retrató esos días grises de enferma convivencia con el compositor en La Cartuja de Valldemosa.

Superado el dolor por la muerte de Alexander Manceau, su último romance y buen amigo de su hijo, el 12 de febrero de 1866, como un dandi, George Sand cenó por primera vez en el restaurante Magny. París hervía de amantes que corrían detrás de las mujeres, los sutiles hermanos Goncourt cruzaban las piernas embelesados por aquella ingenua muchacha de labios amables. Sand, vestida como caballero, veía lo que para “otras” estaba impedido. Dejad que los hombres se acerquen a mí, parecía clamar. Aquel año se dejó ver como hombre en todas las esquinas.

El encuentro que afianzó la relación entre Flaubert y George Sand tuvo lugar en noviembre de 1866 en Croisset. Frotándose las manos él la esperó en la estación de Rouen. La madre y la sobrina la recibieron con entusiasmo. A la luz de enormes velas, Flaubert leyó el primer capítulo de La educación sentimental. En sus manos tenía un engranaje: había robustecido su escritura. A partir de entonces, el esporádico trato epistolar se afianzó. “Mi querido viejo trovador”, se soltó ella a decir en una carta. Flaubert escribía y escribía en su gabinete de Croisset, con su bata marrón que se ampliaba cuando al hablar en voz alta elevaba los brazos y reservaba las madrugadas para la correspondencia: “Querida maestra”, solía responder. Sand celebraba la vida en el campo, la sonrisa veraniega de sus nietos; Flaubert se liberaba: “La abrazo como la quiero, desde el fondo del corazón y con fuerza”; dulcificaban lo cotidiano, tentándose a destiempo; “estoy sola en Nohant, al igual que tú en Croisset”. El lenguaje se convirtió en una rebelión continua, aborrecieron la guerra franco-prusiana, la muerte de amigos comunes enredó los lazos de su envejecida nostalgia; “quiérame siempre, todo mi cariño”, se despedía a veces él, y ella, cuando se hizo un corte de mano le aclaró: “Me queda el brazo para agarrarte por el cuello y abrazarte.” Ella murió en junio de 1876, tenía setenta y un años. Flaubert la lloró como a su madre. La quería así. Pero también se ofreció a ella como un padre. El 8 de mayo de 1880, a la edad de cincuenta y ocho años, murió él. George Sand escribió casi cien libros; entre editados y textos inconclusos Gustave Flaubert escribió once, ambos conquistaron el arte y, durante diez años, de manera recurrente, a través de 422 cartas, volaron juntos y dejaron por escrito lo mejor de su amistad.