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Hot sur
 
Periódico La Jornada
Miércoles 31 de julio de 2013, p. 5

He terminado, atrapada y casi sin respirar, el thriller de Laura Restrepo, Hot sur. Aún me suena en la cabeza la manera de hablar de los personajes, sobre todo de María Paz, la protagonista, una colombiana que acudió al llamado de su madre, Bolivia, que llevaba cinco largos años viviendo el sueño americano, deslomada en Nueva York por mantener una vida más o menos digna, de trabajo a destajo y dándose sus gustitos con uno que otro hombre guapo. Su meta, misma que logró, era traer a sus hijas, producto cada una de diferentes affaires. Así se unen a su madre la guaposa y morena María Paz y la bella Violeta, extraña y de ojos verdes, la pequeña, que en el avión rumbo a Estados Unidos se hace pipí sobre la jirafa de peluche que no suelta.

“…porque ponía brutalmente de presente la perfección de sus facciones y el tremendo tamaño de sus ojos verdes. Realmente grandes y realmente verdes, como de gato, o en todo caso no muy humanos. Enormes y verdes pero no profundos, no sé si me explico, esa niña tiene más bien una mirada plana, yo diría que interrumpida, si es que hace sentido ese términos. Una mirada sin eco” (p 464).

Violeta es autista y juega en la novela un papel de eco, de belleza inasible, pero fundamental en cierto momento de la trama. Su hermana, en cambio, es el hot sur, el sur caliente que se cuela por las fronteras de Estados Unidos y poco a poco se apropia del panorama, a veces con desparpajo o con miedo, y derrama sus hablas tan distintas, sus aromas, sus malestares.

María Paz, adulta joven cuando la madre ya ha muerto, labora como encuestadora para el lanzamiento de un nuevo producto de aseo, antes de que la vida se le tuerza por un buen rato, y así averigua sobre las costumbres de higiene de la gente. Le gusta su trabajo, la divierte. Limpieza contra suciedad o más bien, descubre las distintas maneras de entender la pulcritud, como la madre eslovaca del que será su marido, Greg, que solamente se había bañado completa dos veces en su vida. Bañarse toda, como otros, le parecía para enfermos de lepra. A la manera de un Michel Foucault que indaga sobre los intríngulis de las culturas, las épocas y su vinculación con las hábitos, Laura Restrepo también analiza, por medio de su María Paz, estos asuntos de la profilaxis, cuando vigilada y castigada, la protagonista se encuentra encerrada en la cárcel de Manninpox en los Catskill, cerca de Nueva York, por un crimen que no cometió. Allí averiguará que sólo poseemos lo que ensuciamos, y lo que está limpio no es de nadie (p.141).

Hot sur es mucho más que un thriller, donde todo se encuentra orquestado a la perfección. Los mismos perros de Ian Rose, personaje central, tienen un cometido, igual que el desafortunado perrito Hero de María Paz. Y escribo que es más que un thriller, en tanto se trata de una investigación dilatada, traducida al espacio novelesco. Por un lado, la vida dentro de las cárceles de mujeres, la humillación del cuerpo expuesto durante el aseo y durante las deyecciones, el temor, la cámara de punición, la falta de luz, el hacinamiento. Debido a esto el control del propio cuerpo es lo único que le pertenece a las reas y lo consiguen por medio de tatuajes, cortes, perforaciones o, incluso, al realizar pintas con sus propios excrementos, como las llevaba a cabo el marqués de Sade. Por eso el defensor de María Paz, Pro Bono, un abogado elegante, rico y jorobado ha escrito varios artículos sobre el gran tema de la suciedad y la higiene.

Según él, las llamadas gentes de bien le tienen pánico a la mugre, a la sangre y a la muerte. Las consideraciones decentes le harían el juego a una civilización que les ofrece la inmortalidad como utopía, y de ahí su obsesión con la seguridad, personal y nacional. De ahí su obcecación con la juventud, la dieta, el keeping fit and active, la cirugía plástica, la salud, la limpieza extrema, los antibióticos, los desinfectantes, la asepsia. Están convencidos que América puede hacerlos inmortales y esconden la enfermedad, la suciedad, la vejez y la muerte, para negarles existencia (p.303).

Foto
Laura Restrepo, en su casa, durante una entrevista con La Jornada Foto María Luisa Severiano

El otro tema axial es el que se refiere al sacrificio y a la violencia. La divinidad, el dolor, la muerte y lo simbólico se congregan, afianzados por una buena lectura de René Girard, el autor de La Violencia y lo sagrado. El malo de la historia, que desde el primer capítulo se sabe que será Sleepy Joe, padece una patología en la que el misticismo se transforma en herida y en arrebato sanguinario. O al revés, su impulso de dañar se ajusta a su fanatismo religioso. Las imágenes en las que este personaje repite la Pasión, como la del Cristo, resultan poderosas y terribles.

Una diversidad de puntos de vista construye la novela: lo que Ian Rose le cuenta a una periodista que lo entrevista, un escrito autobiográfico de María Paz que le envía a su joven maestro de taller de escritura, Cleve Rose, autor de una novela gráfica, de gran éxito entre jóvenes lectores. También leemos Del cuaderno de Cleve. Con todo esto, el padre de Cleve desentraña poco a poco la madeja y comienza a atar cabos.

Todos los lugares en Hot sur, donde la acción ocurre, resultan periféricos, como carreteras, moteles de nombres extraños, un Mall, sitios en Manhattan nada significativos para los que realmente permanecen en el centro de lo importante. Me refiero al barrio popular donde María Paz ha habitado un apartamento de un edificio destartalado, un hospital oculto para indocumentados, la empresa escondida e ilegal de ropa, en la que trabajó Bolivia. Más allá, sólo la oficina de Pro Bono, el departamentito de Cleve, la casa clasemediera en Staten Island de una amiga de Bolivia, y, sin duda, la casa de los Rose en los Catskill son territorio firme. La prisión de Manninpox, allí cerca, en cambio, sí se halla fuera de lugar, pero se trata de una comarca en sí misma, la cárcel, que todo te lo quita y a la vez todo te lo resuelve (p.332) Por lo demás, los parajes se registran en un resort de Ski, único paraje agradable en medio de hoteluchos carreteros, en una institución para enfermos mentales en Vermont, en lo que se encuentra al margen, aunque el Hot sur sean las fuerzas vivas, indocumentadas, pero cuantiosas, como se demuestra en un concierto de Molotov en Colorado:

“Desde el momento en que bajamos del coche, me dice Rose, no volvimos a ver un blanco ni a oír hablar en inglés. Como de debajo de las piedras fueron saliendo racimos de gente morena, lo que se dice raza de bronce a paladas, fuéramos pocos y parió la abuela, casi todos hombres entre los presentes, casi todos chaparrones, macizos, tatuados, con el cabellote reciotote y renegro bien parado con gel, proletos, pogueros, en chamarra de mezclilla y aún en mangas de camisa pese al reputísimo frío, aztecas, nahuas, tepehuanos, mayas, chilangos poblanos, mejor dicho la Raza, mano…” (p.500)

Aquí creo que la voz de Ian Rose no debería ser ésa; sin embargo, toda la concatenación de de adjetivos remite de veras a la Raza que asiste a la tocada de Molotov. Laura Restrepo conoce bien a qué se refiere. El spanglish de María Paz de igual forma deja ver la cultura mixta, el mestizaje del habla en pleno movimiento.

Mucho más habrá que exponer de esta novela redonda que une todos los cabos de una maquinación complicada, misma que se revela en la profusión de sí misma, es decir, que escribe sobre lo ya expuesto para dar todas las posibles perspectivas, con un lenguaje fiestero a ratos, otros duro y martirizado, como un desangramiento. Hot sur, pues, me parece absolutamente espléndida. Una incorrección debo recalcar, eso sí, el Effexor que Ian Rose toma para calmarse no es, no, un ansiolítico sino un antidepresivo. Depresiva crónica dixit.