Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de julio de 2013 Num: 960

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Svevo, el interiorista
Ricardo Guzmán Wolffer

La escritura migrante
Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Yuri Herrera

La magia de Michel Laclos
Vilma Fuentes

El león de Calanda
Leandro Arellano

Buñuel en su liturgia:
El último guión

Esther Andradi

Buñuel y el surrealismo
de la realidad

Xabier F. Coronado

Buñuel, Cortázar y la venganza de Galdós
Ricardo Bada

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Luis Tovar
[email protected]

Buñuel y los que quisieran serlo (II Y ÚLTIMA)

Aunque resulte más que obvio, y decirlo sea una especie de monumento verbal a la perogrullada, algunos no se enteran de que haber conocido a Buñuel, e incluso haber trabajado con él, no garantiza absolutamente nada en términos tanto de si se es o no se es “surrealista”, ni tampoco es aval para demostrar que mucho, algo o poco se aprehendió del pensamiento buñueliano. Igualmente inválido es afirmar que se es una suerte de “autoridad” sobre Buñuel y su cine sólo porque se le ha visto completo, muchas veces y con reales o fingidos interés y entusiasmo.

Eres más simpático si no lo afirmas tú

Salvo el propio Breton, a quien sí le importaba –y mucho– dejar en claro qué era y qué no era surrealista, la mayor parte del famoso grupo no se preocupó demasiado, a la larga, de que su obra artística fuera calificada de surreal. Buñuel fue tal vez el que menos estuvo pendiente de que sus películas “aprobaran” un examen al que él no quería someterlas, y que es el mismo al que buena parte de la crítica no ha dejado, una y otra vez, de recurrir cuando le toca hablar de la filmografía buñueliana. En Mi último suspiro, el director pone de manifiesto la relación más bien polivalente que mantuvo con la mayoría de los miembros del movimiento surrealista, así como con las ideas que nutrían a este último.

De igual manera, es el propio Buñuel quien explica las razones que lo llevaron a filmar esos dramones mexicanos que a muchos cinéfilos le parecen indignos del aragonés. Una mezcla indisoluble de razones de exilio, precariedad económica, requerimientos comerciales de un cine que en esa época sólo buscaba complacer a la taquilla, y las propias necesidades expresivas de Buñuel –siempre acotadas o sacrificadas en parte–, fueron la materia prima con la que llegaron a la pantalla filmes que público y crítica por igual suelen relegar (como Gran Casino, El gran calavera, La hija del engaño, Una mujer sin amor y Subida al cielo), y que siguen esperando una revalorización que cada día es más urgente. Nada más fácil que considerar a estas películas como “obras menores” ante la grandeza indiscutible de Los olvidados, El ángel exterminador, Simón del desierto o Nazarín, para hablar sólo de una parte de lo que Buñuel realizó en México. Pero también nada más injusto y propicio para caer en juicios parciales respecto de una obra cuyo propio autor siempre consideró como un todo, por más que no dejara de ser consciente de las limitaciones con las que tuvo que lidiar en cada caso específico.


Los olvidados

“Buñuel y yo”

Al más puro estilo argentino, propios y extraños han querido adueñarse de Buñuel mediante el recurso fácil de poner como prueba la anécdota indemostrable, la frase que Buñuel tal vez dijo y tal vez no y que, casualmente, sólo escuchó el interesado y, por lo tanto, no quedaría más remedio que confiar en su palabra. Así, las referencias al director casi siempre pueden resumirse en el “Buñuel y yo”, o, mejor (es decir, peor) aún, en un “yo y Buñuel” tan vistoso, que pocos de quienes alguna vez lo conocieron pueden resistir la tentación. Si Buñuel pudiera cumplir el que fue uno de sus últimos deseos –salir de la tumba cada diez años, ir a un puesto de periódicos, comprar algunos y volver a la tumba a leerlos tranquilamente–, tal vez se asombraría de la cantidad de personas que, a diecisiete años de su desaparición, siguen diciéndole, a quien quiera oírlos, lo mucho que Buñuel los apreciaba y lo cercanos que siguen estando del carácter y los intereses del autor de Un perro andaluz.

Pero si además de comprar los periódicos a Buñuel le diera por ver algo del cine que se filma en estos tiempos, tal vez sentiría deseos de, llegado el momento, anotar en El libro de los muertos a uno que otro director cinematográfico que, sabiéndolo o no, ha hecho una suerte de prolongación del espíritu onírico, lúdico, iconoclasta, irreverente y obsesivo que campea en la obra buñueliana. En ese caso, es posible que anotara nombres como el de David Lynch –a quien le bastarían, por ejemplo, los insectos que devoran la oreja humana en las primeras escenas de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), o el enano espeluznante que baila solo en Picos Gemelos–; los de Ethan y Joel Coen –que tendrían suficiente con el sueño de vuelo nocturno, boliche y coreografías del Dude en Identidad peligrosa (The Big Lebowski, 1998)– o el de Paul Thomas Anderson, cuya lluvia de ranas en Magnolia (1999) tiene todo que ver con las gallinas de Los olvidados o los borregos de Subida al cielo.