Editorial
Ver día anteriorMartes 28 de mayo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El dilema de la productividad
E

l presidente Enrique Peña Nieto exhortó ayer a lograr un acuerdo nacional para impulsar la productividad, como parte de una política económica que busca, dijo, incrementar los ingresos, el poder adquisitivo de éstos y la prosperidad en general. En esta lógica, el titular del Ejecutivo federal abordó la necesidad de innovar tecnologías, mejorar los espacios y las condiciones laborales, así como dar a pequeños y medianos empresarios acceso a créditos, a las nuevas tecnologías y a recursos de capacitación. De esta manera, con el transcurso del tiempo será posible, afirmó, lograr incrementos salariales. Asimismo, el político mexiquense dijo que si en el último medio siglo México hubiese tenido índices de productividad comparables a los de Corea del Sur, nuestra capacidad de generar riqueza sería cuatro veces mayor a la que hoy tenemos y el número de mexicanos en pobreza sería 86 por ciento menor.

Ciertamente, la productividad, que en forma sucinta puede entenderse como la relación entre los recursos y el tiempo invertidos en la producción y los resultados obtenidos, es un factor ineludible de desarrollo y bienestar en cualquier país, y en el caso del nuestro el índice correspondiente es lamentablemente bajo si se le compara con el resto de los países de la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económica (OCDE) –específicamente, el último de la lista–; es pertinente y necesario, por ello, aplicar estrategias oficiales orientadas a impulsarlo.

Para ello son necesarios, pero no suficientes, la tecnología, los métodos de gestión y organización, la capacitación laboral y el crédito. Se requiere, además, de un esfuerzo en otros ámbitos, a fin de contar con una fuerza de trabajo con mejor educación, derechos laborales, salud, transporte y vivienda. En otros términos, el mejoramiento de las condiciones de vida de la población debe ser punto de partida, y no de llegada, si se pretende elevar los índices nacionales de productividad.

Sin embargo, lo hecho en los últimos meses por el poder público marcha, en varios sentidos, en sentido contrario a esta perspectiva: poco antes del arranque de la nueva administración se aprobaron una serie de modificaciones legales que recortan y acotan los derechos laborales y preservan las tradicionales opacidad y antidemocracia en el ámbito sindical; la llamada reforma educativa fue, en realidad, un segundo apartado de la laboral, aplicada a los maestros, y caracterizada por disposiciones que no sólo perjudican a un gremio de por sí devastado por el charrismo sindical y por la falta de recursos, sino que alientan la privatización de la enseñanza, en perjuicio de las grandes mayorías y del nivel educativo de la población en general.

En suma, difícilmente podrá resultar exitosa una estrategia de impulso a la productividad que no aliente en primer lugar las condiciones y la calidad de vida de la fuerza laboral nacional, condenada durante décadas a una depauperación sostenida e implacable. En esta perspectiva, la idea de esperar a que la productividad mejore para entonces elevar el nivel de vida de los trabajadores conlleva una aceptación implícita de una pobreza permanente e invariable y, lo más grave, de la perpetuación de una desigualdad social ofensiva y peligrosa de cara a la estabilidad institucional.

Si, por el contrario, se empieza por el impulso a políticas de redistribución del ingreso, bienestar, seguridad laboral y social, educación de calidad gratuita y para todos y fortalecimiento del poder adquisitivo de los salarios, el incremento de la productividad será una consecuencia tan factible como virtuosa.