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Felipe Garrido
Consuelo
Al fondo del corral estaba el gallinero, ya desocupado, con un tapanco de tablas. Y escondido en el tapanco, la mañana en que murió mi madre –ya no quería oír el silbido que la ahogaba–, descubrí la canasta. Tomé el que estaba encima. Enorme, de lomo oscuro y deshilachado. Apenas podía sostenerlo. Comencé a pasar sus páginas viejas, arrugadas, manchadas de humedad. No sabía leer, pero me extasiaba viendo pulpos gigantes, de redondos ojos crueles, que atacaban a grandes veleros; por entre las abruptas paredes de una cañada, estrecha y oscura, un jinete apenas iluminado por un rayo del alto cielo; un fiero explorador, cubierto de pieles, plantaba una bandera negra y tremolante en la punta de un promontorio, frente al mar del Polo, solitario, blanco y furioso... No tuve ese día consuelo más seguro que abismarme en el libro. Llorando, mientras me iba ganando el sueño, supe que aquellos libros los había puesto allí mi madre para que yo los hallara. |