Hugo Gutiérrez Vega
Discurso de Lagos de Moreno (III Y ÚLTIMA)
Recuerdo que muy cerca de la Parroquia vivía y murió hace poco, otro artista generoso y lleno de talento, Carlos Helguera. A su destreza violística y su excelente escultura, unió su amor por la difusión del arte y la distribución equitativa de los bienes de la cultura. Amó a su ciudad y nos dejó como herencia la escultura pequeña y exacta de Francisco González León. Veo a Carlos preguntando (su curiosidad era insaciable) en el patio de su hermosa casa a la que yo llamaba, recordando el poema de González León, “el conventículo de doña Juana Nepomucena”. Se unen en ella los aromas del naranjo y el jazminero, y en silencio se escucha un cuarteto de Borodin. Al fondo de la casa está el estudio con algunas obras que ya no pudo terminar. Su vida, modesta, laboriosa, llena de generosidad, sigue presente en la memoria de nuestra ciudad.
Vienen las nuevas generaciones. Dante Velázquez reúne en un libro a poetas de los años recientes con las voces de los poetas canónicos. Hay nuevos narradores y hay buenos trabajos de microhistoria. La ciudad crece (ya rodeó al Calvario y tiende tentáculos hacia la Unión). Sin embargo, en la alta noche sigue siendo la población de mi infancia. En mi memoria, cada vez más débil para lo reciente, aparecen con claridad las cosas del pasado: los bailes en la Presidencia Municipal, la hermosa prima con la que bailaba torpemente, la que me producía los “calosfríos ignotos” de los que hablaba López Velarde; el coleadero donde mis primos ponían en práctica sus destrezas charras; el tío Luis entrando a la ciudad y llevando en las manos las muchas riendas de la diligencia en que viajaban los otrora numerosos Anaya; las pláticas de la abuela en las que sonaban las voces de la Revolución y de la sangrienta Cristiada; los remanentes de la violencia representados por pistoleros que, según mi tío Camilo, se habían quedado con el dedo inquieto, las bóvedas prodigiosas y los cortejos a las hermosas muchachas, en el camino al lienzo de Santa Elena, mientras pasaban las carretas con cazuelas de arroz, mole, frijoles y tostadas fritas en la manteca del perol para las carnitas. Recuerdos ópticos, acústicos, olfativos, gustativos; años en que el mundo era nuevo y cada día inauguraba un asombro.
Ahora mi ciudad me entrega, en el aniversario de la fundación, la medalla que lleva el nombre de mi admirado Mariano Azuela. Lo agradezco, lo atesoro y prometo seguir pendiente de todo lo que esta tierra de frutos, flores, semillas, leche, quesos, suertes charras, hermosas muchachas, poetas y artistas de todos los campos, siga entregando a la nación y al mundo.
Una noche, sentado en el patio del jazmín y el naranjo con mi amigo Carlos, vimos las estrellas de la Osa Mayor. Recordamos el canto de Leopardi: “Vagas estrellas de la Osa Mayor, yo no creía contemplaros de nuevo, cintilando sobre el jardín paterno.” Le dije a Carlos: Lagos es mi jardín paterno, el lugar donde mi infancia vio cintilar las estrellas de la Osa Mayor. Mucho ha dado este jardín paterno al arte universal. No permitamos que se seque, procuremos que el arte hermane nuestras vidas y nos humanice en torno a la siempre nueva belleza de este mundo que, a pesar de todo, de la violencia, de la injusticia, del desencanto, como a Quevedo, nos ha hechizado.
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