Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 21 de abril de 2013 Num: 946

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Desaparecidos: entre veladoras y charlatanes
Agustín Escobar Ledesma

La última promesa de
Irène Némirovsky

Cristian Jara

Con la bala en la cabeza
José Ángel Leyva

Espejismos
Kyn Taniya

Evodio Escalante y
los estridentistas

Marco Antonio Campos

Irradiador y la luz
del estridentismo

Evodio Escalante

Los tráilers que caen
del cielo: meteoritos

Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

Supersticiones

Confieso que leo el horóscopo. Cada mañana, además de leer el correo y las noticias, busco lo que la suerte le deparará a los Libra el día presente. Lo leo de un solo lugar, porque si no, todo se vuelve muy confuso: en una publicación nos aconsejan no tener discusiones, mientras en otra nos avisan que es un día propicio para saldar cuentas con quienes nos han atacado; otro sitio de internet nos regaña por perezosos, mientras que uno más nos dice que hoy es el día de ser prudentes y esperar. Por supuesto todos los horóscopos hablan de romance y de dinero: en unos, es el día de encontrar a la media naranja, pero en otros no es el momento de mostrarse apasionado. Al final, me imagino a toda una multitud de Libras actuando de maneras opuestas según la revista que leyeron, un desastre de destinos y desatinos calculados por astrólogos o por simples redactores sin demasiada imaginación. Los horóscopos son el reino de la vaguedad multicolor. Los domingos cierto horóscopo me aconseja siempre paciencia y prudencia, no vaya a salir a matar a alguien, contagiada de la desesperación dominical. Hay un horóscopo que siempre augura riquezas; lo leo a todas prisas en la cola del supermercado, pues ni loca compraría la revista en la que viene, pero es muy tranquilizador, especialmente si a uno no le han pagado.

Según me han dicho, el cielo que contemplan los astrólogos ya no existe. Es como leer los encabezados del periódico de hace un mes, o hace varios siglos. Pero eso mismo le da mucho encanto, por eso lo leo a diario. De hecho, olvido el horóscopo a la media hora de haberlo leído, pero mi incredulidad se limita al horroróscopo, que augura catástrofes. Creo las predicciones cuando me dicen que todo será maravilloso. Hace días, la galleta de la suerte me dijo: “Todos tus problemas se resolverán.” Me impresionó tanta certeza. No sé si mis problemas se han resuelto, pero la fe en la galleta de la suerte podrá seguir, inquebrantable, como el destino de los Libra, las ratas del horóscopo chino, los conejos del horóscopo maya o los árboles del horóscopo celta. Toda una dicha de incienso y campanitas tintineantes.

Y es que, como el jefe Abraracurcix, tengo miedo de que el cielo me caiga sobre la cabeza. Será por eso que reenvío cuanto amuleto me llega por internet –excepto cuando viene acompañado de amenazas–, lanzo un poco de sal por encima del hombro izquierdo cuando se derrama y evito cuidadosamente pasar por debajo de las escaleras. A los gatos negros no les temo (y bueno, el mejor amigo de mi gato es negro y encantador, ni modo que lo discrimine), pero sí a las mariposas de aquel no-color, con su empeño en parecer moños fúnebres. Y si tengo la mala suerte de pisar caca de perro, agradezco esa buena suerte que, dicen, sobrevendrá luego del proceso tan desagradable de limpiar el zapato. ¿Por qué hace uno tantas tonterías? No tengo idea, supongo que por impotencia: el cambio climático, la marea negra, la guerra nuclear, el agujero de ozono, el crimen organizado, el crimen desorganizado, las volubles decisiones de los políticos, las fluctuaciones del mercado, los terremotos, el tamaño de Ciudad de México y la basura que se junta, la selección nacional de fut, el comportamiento arrítmico de la compañía de luz: demasiada enormidad. Por eso uno se concentra en la pequeña vida cotidiana y claro, las supersticiones, pequeñas también. En realidad, no son muchas las cosas que se pueden hacer con respecto a los grandes imponderables. Hay quienes dicen que si ejercemos los pensamientos positivos de manera multitudinaria –como mi galleta de la suerte–, las energías se trastocan; cuando escucho esas teorías, me viene a la mente una colonia de hippies concentrados en producir pensamientos positivos en la playa y arrastrados por un tsunami. De ahí los conjuros, las previsiones, ser de los que tocan madera y se angustian cuando hay que neutralizar a la mala suerte en un avión o en el Vips, donde la madera es tan inaccesible como el uranio; de los que a fin de año se sueltan el chongo y cuelgan en la puerta el borreguito, se ponen los calzones rojos, los amarillos y hasta los azules como si se fueran a casar, se comen las uvas, corren alrededor de la cuadra con unas maletas para que les toque viajar (soy de ésos, lo admito), todos esos gestos un poco caricaturescos, fuera del mundo práctico, que nos hacen tan antiguos como nuestros antepasados cuando hacían cábalas mirando al cielo, o como el jefe Abraracurcix.