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Chávez invicto
C

uartel de la Montaña, Caracas. El hombre que a inicios del siglo pasado ordenó la construcción de este histórico y bello fortín erigido en una colina estratégica de la capital, fue el recio presidente Cipriano Castro (1858-1924), inspirador de uno de los instrumentos jurídicos más coherentes de América Latina: la Doctrina Drago (1902).

La Doctrina Drago establece que ningún Estado extranjero puede usar la fuerza contra una nación americana con la finalidad de cobrar una deuda financiera. Concebida a partir de las ideas del jurista uruguayo Carlos Calvo (1824-1906), la doctrina fue anunciada por el canciller argentino Luis María Drago a raíz de tres hechos que cimbraron el escenario político de la época.

Primero: la decisión soberana de suspender el pago de la deuda contraída con Alemania y Holanda, por las castas racistas y antibolivarianas de Venezuela. Segundo: el bloqueo naval de las potencias europeas (y el México de Porfirio Díaz), a los puertos del país andinocaribeño.

Tercero: la negativa de Washington, que así como en la guerra de Malvinas en 1982, apoyó a las naciones civilizadas negándose a ejecutar la hipócrita Doctrina Monroe (América para los americanos, 1823).

Gran reformador social, Cipriano Castro rigió su gobierno bajo el lema nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos. Sin embargo, la firme defensa de la soberanía le representó a este hombre que fue amigo de José Martí, Justo Arosemena, José Santos Zelaya y Eloy Alfaro, una satanización similar a la que en vida le prodigaron a Hugo Chávez los contratistas intelectuales de la franquicia imperial Vargas Llosa, Krauze & asociados.

Según el estadunidense William Sullivan, biógrafo de Castro, los diarios, semanarios y revistas del mundo dedicaron a Cipriano cerca de 3 mil caricaturas que no lo bajaban de autócrata, simio, caudillo, dictador. Traicionado por su compadre de armas Juan Vicente Gómez (quien con el beneplácito de las petroleras de Rockefeller dio un golpe de estado y retuvo el poder hasta su muerte en 1935), don Cipriano marchó al exilio y tras largo peregrinar falleció de una rara enfermedad en Puerto Rico solo, triste, y olvidado.

Pero la historia suele volver de un modo justiciero sobre los pasos perdidos de la dignidad nacional y popular. En febrero de 2002, al cumplirse cien años de aquel infame bloqueo, el gobierno de la revolución bolivariana trasladó los restos de Cipriano Castro al Panteón Nacional. Y desde hace pocos días, los del propio Chávez reposan en este cuartel que parece de juguete, y donde el 4 de febrero de 1992 la historia de América Latina pegó, sorpresivamente, un golpe de timón.

En Cuentos del Arañero (2012), el jefe de aquel movimiento de patriotas que los periodistas higiénicos califican de golpe, recuerda el momento: “Chávez, ahora hay que tener cuidado porque la orden es que salga de aquí muerto... Cuando me dicen que la orden es matarme y los F-16 pasaban muy bajito, entonces ahí me llegó la idea de la muerte… ¿y saben qué recuerdo? Un pensamiento rápido: Rosita, María, Huguito, yo hoy no muero”.

Sincrónicamente, seis días después de la muerte de Chávez falleció Simón Alberto Consalvi, viejo intelectual de la antigua república, historiador, periodista y dos veces canciller de Venezuela (1974/1985). Enemigo del chavismo, Consalvi empieza uno de sus ensayos con un epígrafe de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar: Todos los militares de talento envainan la espada, para abrir los libros (1830).

¿Por qué no pudieron pensadores como Consalvi reconocer esas dotes en el líder de la revolución bolivariana? Desafortunadamente, pudo más su lealtad con la runfla de politiqueros del Departamento de Estado (un Rómulo Betancourt, un Carlos Andrés Pérez), prefiriendo que Chávez sea asociado a las ocurrentes ideas que Sullivan atribuye a Cipriano Castro: El Partido Liberal es el de las grandes conquistas, el partido que fundó el hijo del carpintero en Belén, en los valles de Palestina.

Insondables relaciones entre liderazgo político y religiosidad popular. Y más cuando la televisión pública, de cara a las elecciones del 14 de abril, empieza a transmitir un spot en el que Chávez llega triste al paraíso, pero cambia de semblante cuando se abraza con su abuela Rosa Inés, el cacique Guaicaipuro, Salvador Allende, Eva Perón, el Che Guevara y el baladista Alí Primera, autor del verso que el presidente Nicolás Maduro recordó en la capilla ardiente: los que mueren por la vida no están muertos.

Para llegar a este sitio ubicado en uno de los barrios más combativos de la ciudad, resulta imposible esquivar el enorme grafiti que reza con la respuesta que Bolívar le dio al general Páez en 1819: Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan los demás todos los días.

Miles de personas llegan a diario a este lugar. La mayoría son hombres y mujeres de verdad. Tocan el sarcófago de mármol negro que custodian cuatro húsares vestidos de rojo, renuevan su fe en la revolución, y por el llanto y dolor que los parte en dos dejan pocas dudas que, para sus adentros, se dicen: si él pudo morir invicto… ¿por qué nosotros no?