Editorial
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Guantánamo: persistencia y vergüenza
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esde hace casi dos meses, decenas de internos de la prisión militar de Guantánamo iniciaron una huelga de hambre en protesta por la confiscación de cartas, fotografías y correo legal, así como por la profanación de ejemplares del Corán durante pesquisas en sus celdas. Más allá de las motivaciones originales, hay indicios de que la manifestación ha adquirido ya dimensiones de rebelión generalizada en la cárcel, como sugiere la afirmación del prisionero saudita Shaker Aamer, hecha pública por su abogado, de que 130 de los 166 internos se han sumado al ayuno. Las autoridades han señalado que en la protesta participan sólo 39 personas.

Más allá de las cifras, la realización de la huelga de hambre en Guantánamo es indicativa del grado de desesperanza a que han sido llevados los prisioneros de esa prisión, y obliga a recordar que ésta constituye una negación rotunda de la legalidad: ocupado por Estados Unidos desde hace más de un siglo como parte de un acuerdo colonialista y anacrónico –que es uno de los múltiples focos de tensión entre los gobiernos estadunidense y cubano–, el enclave ha adquirido en la década pasada proyección y fama internacional como uno de los ejemplos –junto con las cárceles Abu Ghraib y Bagram y los vuelos secretos de la CIA para trasladar a sospechosos de terrorismo– de la red criminal armada en muchos países por la Casa Blanca para secuestrar, desaparecer, torturar y asesinar a presuntos integrantes de Al Qaeda y de otras organizaciones del entorno del integrismo islámico, así como a personas del mundo árabe y musulmán que pudieran representar, según Washington, una amenaza de cualquier índole. Para colmo, los cautivos en ese sitio no sólo han debido enfrentar un trato extremadamente cruel, sino también han padecido la negación de prácticamente todos sus derechos humanos y la reducción a la inexistencia jurídica: no han sido considerados presuntos delincuentes a los que debiera presentarse ante una autoridad judicial, pero tampoco se les ha reconocido como integrantes de una fuerza militar enemiga, lo que les habría garantizado el estatuto y los derechos reservados a los prisioneros de guerra.

La persistente condena internacional a ésas y otras acciones realizadas por el gobierno de Washington desde tiempos de George W. Bush fue aprovechada por Barack Obama durante su primera campaña por la presidencia de Estados Unidos, y la promesa del cierre de Guantánamo en el curso del primer año de la nueva administración fue uno de los puntos centrales de la agenda de transformación del actual mandatario. Sin embargo, una vez en la Casa Blanca y antes de que se cumpliera el plazo establecido, Obama se rindió ante las presiones y el poder fáctico del complejo industrial-militar de la nación vecina –el cual sobrevivió a la derrota de los republicanos en la elección presidencial de 2008–, y el cierre de la prisión en el país caribeño ha sido postergado de manera indefinida.

A más de una década de su habilitación como centro de detención de supuestos terroristas, la prisión de Guantánamo es la señal más inequívoca del fracaso de las aspiraciones y promesas de cambio del actual mandatario estadunidense: en efecto, si Obama ha sido incapaz de cumplir con una medida de obvia necesidad, que genera amplio consenso entre la opinión pública dentro y fuera de su país, difícilmente podrá concretar, en el cuatrienio que le queda al frente de la Casa Blanca, el resto de las transformaciones que su país requiere con urgencia. La comunidad internacional, por su parte, ha participado en todo este tiempo de la degradación moral de Washington, en la medida en que ha tolerado las prácticas abominables y los tratos inhumanos que tienen lugar en Guantánamo, y ha contribuido a que ese campo de concentración represente, en la actualidad, uno de los mayores símbolos de injusticia, ilegalidad y vergüenza para la humanidad.