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A 10 años de la canallada
E

n las postrimerías del sexenio de Vicente Fox la embajada de Estados Unidos en México concluía que el mayor y único logro del guanajuatense había sido ganar la elección de 2000 y criticaba la indecisión del gobierno mexicano a la hora de respaldar a Estados Unidos a raíz de los ataques del 11 de septiembre de 2001. La apreciación, contenida en uno de los cables del Departamento de Estado que Wikileaks entregó a La Jornada (http://goo.gl/2ImZG), era a todas luces injusta porque Fox sí expresó toda la solidaridad que pudo tras los atentados de esa fecha. Lo que no hizo fue apoyar a Washington en la guerra contra Irak, desencadenada dos años y medio más tarde, y eso le valió la animadversión de la Casa Blanca. Pensándolo bien, pues, Fox tuvo al menos dos logros: ganar la elección de 2000 y resistir las presiones que recibió de muchas partes para uncir a México a aquella aventura bélica neocolonial, desastrosa y canalla. Las presiones, hay que recordarlo, iban desde llamadas de George Walker Bush hasta intentos de extorsión a domicilio emprendidos por José María Aznar, pasando por las maquinaciones de Jorge G. Castañeda, el primer canciller de la administración foxista, quien se empeñaba en incluir a México, a como diera lugar, en la violenta cruzada de Bush.

El 17 de marzo de 2003 la mayoría del Consejo de Seguridad de la ONU –includio México– negó al gobierno de Estados Unidos la autorización que pretendía imponer para iniciar una guerra contra Irak con el pretexto de que ese país árabe poseía armas de destrucción masiva. Bush puso su mejor cara de loco y lanzó un ultimátum: si Sadam Hussein no dejaba el poder en un plazo de 48 horas, Estados Unidos emprendería una guerra total. No iba solo en el empeño: lo acompañaron los patiños Tony Blair y José María Aznar, por entonces jefes de gobierno de Inglaterra y España. Sigo agradeciendo a Fox, a pesar de su frivolidad, su desaseo, su nula cultura, su ineptitud y su imperdonable protagonismo en el fraude electoral de 2006, que tres años antes tuviera un momento de lucidez, interpretara correctamente el sentir de la nación –ciertamente contrario al envío de tropas a un país remoto que nunca nos causó ningún daño– y no se plegara a las exigencias de la Casa Blanca y a sus agentes abiertos o encubiertos. Otro que se resistió honorablemente a las presiones de sus aliados fue el entonces presidente de Francia, Jacques Chirac, cuyo representante ante el Consejo de Seguridad amenazó incluso con emplear su poder de veto si la ONU daba cobertura legal a la barbarie porque, dijo con razón, Irak no representa actualmente una amenaza inmediata tal que justifique una guerra.

La guerra se llevó a cabo de todos modos. El 18 de marzo cayeron sobre Bagdad los primeros misiles estadunidenses que buscaban objetivos selectos (es decir, a Saddam) y el 20 empezó el bombardeo masivo de conmoción y pavor que fue calificado por el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld de humanitario. Coloca una bomba de cuando en cuando y te llamarán terrorista. Pero si en un lapso de pocas horas haces caer tres mil de ellas sobre una urbe aterrada e inerme, serás vitoreado como estadista. Salvo que seas tan tonto como para perder la guerra a pesar de tu arsenal: en ese caso te juzgarán como criminal de lesa humanidad.

Las tropas estadunidenses depusieron a Sadam, destruyeron el país, mataron a cientos de miles de civiles, capturaron y dieron muerte a la plana mayor del viejo régimen de Bagdad y cometieron tropelías incuantificables contra una población inerme, pero Estados Unidos perdió la guerra porque sufrió miles de bajas en ella, su gobierno quedó evidenciado como mentiroso y corrupto, la sociedad vio retroceder las libertades civiles y las finanzas nacionales sufrieron un boquete por el cual se escaparon de manera perdurable las esperanzas de prosperidad y bienestar. Inglaterra y España también perdieron en el conflicto porque a los pocos años lo tenían instalado en sus capitales en forma de atentados masivos y mortíferos. La guerra la ganaron las facciones fundamentalistas que vieron expandir su influencia en la vieja Mesopotamia –hasta la fecha están instaladas en ella– y, sobre todo, Bush y sus socios (Dick Cheney, Donald Rumsfeld y demás), quienes hicieron negocios fabulosos con la destrucción, primero, y la reconstrucción, después, del país invadido. Y hasta la fecha, a diez años del inicio de aquella canallada, ninguno de ellos ha sido llamado a comparecer ante un tribunal por sus crímenes de guerra.

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