Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de febrero de 2013 Num: 938

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Mo Yan, el histórico
Ricardo Guzmán Wolffer

Escritura doble
Aurelio Pérez Llano entrevista
con Ilan Stavans

El tango en los cafés
Alejandro Michelena

La maldita partícula:
el bosón de Higgs

Norma Ávila Jiménez

Joaquín de Fiore,
historia y humanismo

Annunziata Rossi

Hermenéutica e historia
en Joaquín de Fiore

Mauricio Beuchot

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Ilustraciones de Gabriela Podestá
Joaquín de Fiore
historia y humanismo

Annunziata Rossi

Para Javier Sicilia

En 1996 el filósofo del pensamiento débil Gianni Vattimo publica en MicrMega su ensayo “Dios, el ornamento” sobre Joaquín de Fiore, a cuya enseñanza se declara fiel, convencido de que “la historia de la salvación anunciada por
la Biblia se realiza en los eventos de la historia mundana”, es decir, en el tercer estado de la perfección sobre la tierra, preconizado por Joaquín. En 2002 el filósofo italiano publica
Después de la Cristiandad. Por un cristianismo no religioso –un ciclo de lecciones dictadas en la Columbia University de New York–, que ha despertado un gran interés por Joaquín de Fiore. Es probable que las tres citas hechas por Barack Obama de Joaquín de Fiore durante su campaña presidencial de 2008 hayan sido fruto de la lectura del libro de Vattimo. Esta es la ponencia actualizada que Annunziata Rossi dedicó al abad calabrés durante las Jornadas Filológicas de la UNAM en l997, una semblanza de Joaquín de Flor, cuya doctrina influyó, durante la conquista de México, en fray Martín de Valencia, jefe de la misión de los doce franciscanos, quien fue un gran partidario del joaquinita catalán Rupescissa.

I

El problema de la relación de nuestra cultura con la tradición cristiana se ha vuelto hoy central. Asistimos a un fenómeno desacralizador de la religión y, al mismo tiempo, a la recuperación de lo sagrado. Este retorno a lo sagrado no es inspirado por la Iglesia porque, como dice Henry Bernard, la Iglesia católica ya no gobierna la conciencia social. Se perfila un homo religiosus fuera de la Iglesia. Por otro lado, lo sagrado no está necesariamente unido a lo divino, a la religión. Y nos preguntamos, como hace Walter Otto, si se trata de un sagrado residual o de una estructura permanente del ser humano.

Se asiste también en Italia a un acercamiento laico al cristianismo, como atestigua la correspondencia de Umberto Eco con el cardenal Carlo Maria Martini, publicada en el libro En qué creen los que no creen, de 1996 (traducido y estupendamente prologado por Esther Cohen), que es testimonio de una voluntad de entendimiento entre laicos y católicos con un fin común: la búsqueda de una salida, por no decir salvación, para la humanidad que está al borde del desastre. Tuvieron que pasar siglos para llegar a un diálogo como éste. Ahora un laico y un religioso buscan un terreno de discusión común sobre problemas que conciernen a la humanidad entera: un “intercambio fructífero” entre católicos y laicos, es decir, un diálogo entre “hombres de buena voluntad”, que no sea sólo de coincidencias, sino de divergencias o de conflictos y que, partiendo de problemas concretos (aborto, control de natalidad, sacerdocio femenino, etcétera), aborde temas de fondo, como la relación con el otro, sobre el cual se detiene con pasión Esther Cohen en su breve y denso prólogo. Dos textos más de otro filósofo italiano, Gianni Vattimo: Creer que se cree –nótese la analogía con el título de Eco– y Después de la cristiandad. En el último capítulo del segundo texto, “Dios, el ornamento”, Vattimo regresa a Joaquín de Fiore reinterpretándolo a la luz de la problemática actual. Quisiera subrayar el hecho de que Eco y Vattimo han sido alumnos del filósofo italiano Luigi Pareyson quien, ya en 1950, en su Esistenza e persona, presentado entonces por Umberto Eco y Hans-Georg Gadamer, planteó como fundamental la recuperación de la tradición religiosa cristiana: “El cristianismo no es una cosa frente a la cual se pueda quedar indiferente.” El problema, dice Pareyson, es el cristianismo hoy, en la crisis de hoy, y crisis es el efecto de una disolución y problema de un nuevo principio. Nuestra cultura –sigo a Pareyson– ha agotado sus posibilidades y se está disolviendo en múltiples manifestaciones, epígonos y decadentes y, sin embargo, el mundo estancado e inerte de esta desintegración está lleno de inquietudes y plantea la exigencia de un nuevo ciclo. En Esistenza e persona, Pareyson se pregunta cuáles son las relaciones del cristianismo con este mundo en crisis. Son relaciones conflictivas: la cultura se presenta como cristiana, pero en reacción al cristianismo formal del dogma y del rito, es decir, el cristianismo ortodoxo, exterior y autoritario, cerrado a las exigencias y a las necesidades del hombre moderno. Por un lado, un cristianismo medieval, dogmático, indiferente a la historia; por el otro, la cultura moderna que se afirma cristiana y se propone la secularización del cristianismo. El individuo se encuentra hoy ante un dilema: negar el cristianismo y destruirlo, o recuperarlo; el individuo con Dios o el individuo sin Dios. Gianni Vattimo, creyente, se enfrenta a este problema regresando precisamente a Joaquín de Fiore.

Pocos son los medievalistas mexicanos que se ocupan de De Fiore. Sin embargo, los estudios sobre el monje calabrés se van intensificando a partir de finales del siglo pasado, sobre todo en Alemania y en Italia. Hoy se han extendido a Inglaterra, España, Estados Unidos y Canadá. Un grupo numeroso de filósofos, historiadores y teólogos publican de manera incesante obras de gran envergadura sobre Joaquín de Fiore y su influencia, entre ellas el estupendo libro en dos tomos del francés Henry de Lubac, La postérité spirituelle de Joachim de Fiore. En 1986, el Fondo de Cultura Económica publicó en sus breviarios un libro de los estadunidenses Delno West y Sandra Zindars-Swartz, Joaquín de Fiore. Una visión espiritual de la historia. No encontramos estudios mexicanos. Sin embargo, el joaquinismo como proyecto llegó aquí con los primeros evangelizadores franciscanos. Martín de Valencia, el líder de los “doce apóstoles” –influenciados todos por el joaquinita catalán Juan de Rupescissa– concibió la nueva Iglesia indígena no como una imitación y una prolongación de la Iglesia europea, porque “la pureza espontánea de la fe de los indios los elevaba a una perfección superior, jamás realizada por raza alguna”. Desafortunadamente, lamentaron los franciscanos, la corrupción europea y la explotación económica se encargaron de acabar con la construcción de la Ciudad de Dios, e impidieron realizar la más perfecta y alta cristiandad que el mundo haya conocido: el advenimiento en la tierra de aquella Tercera Edad del Espíritu proyectada por Joaquín de Fiore.

II

Joaquín de Fiore nació en las montañas de la Sila, en Celico, Calabria, en 1145 y allí murió en 1202. De su vida personal se sabe poco. Vivió momentos muy dramáticos de la historia del cristianismo, en una época feudal violenta contra la cual tomó posición. Su punto de partida es San Agustín, quien empezó a crear el gran edificio doctrinario del cristianismo. Pero Joaquín de Fiore se aleja del pesimismo del gran teólogo de Tagaste y supera el dualismo agustiniano entre la Ciudad de Dios y la Ciudad humana. Se puede decir que la obra del monje calabrés no sólo es innovadora con respecto a Agustín, quien había rechazado toda esperanza de inmanencia, sino liberadora del agustinismo.

El De civitate Dei, de Agustín, y la Concordia Novi ac veteris Testamenti, de Joaquín, son los modelos de la interpretación teológica de la historia, los dos sistemas más grandes de la historia elaborados por el pensamiento cristiano desde el siglo V hasta el siglo XII. En agosto de 410, las tropas barbáricas de Alarico entran a Roma y la saquean. Bajo el impacto de este grave acontecimiento, que sacudió a toda la cristiandad, Agustín empieza a escribir De civitate Dei y divide la historia en seis edades correspondientes a los seis días de la creación del mundo, es decir, el proceso histórico desde la creación hasta el final de los tiempos. En el sexto día, la historia llega a la plenitudo temporum, y en el séptimo día de descanso entrará, con la Parusía –es decir, la reaparición de Cristo para el juicio final– al sabbatum perpetuum de los elegidos de la Jerusalén celestial. Pero el séptimo día no pertenece a la historia, transcurre fuera de ella, en la eternidad de la Ciudad de Dios. De acuerdo con esta estructura, Agustín divisa en la historia dos fuerzas opuestas, la Ciudad de Dios y la Ciudad terrenal. La Civitas Dei es el reino del Espíritu y la Civitas hominis es el reino de la carne, que interactúan pero sin llegar a fundirse sobre la tierra: dos mundos que serán irreductibles hasta el final de la historia humana, cuando la Ciudad de Dios triunfará sobre la ciudad humana. En suma, para Agustín la perfección es posible sólo en la metahistoria. El antagonismo entre las dos ciudades es insuperable. El ideal del reino de Dios es un ideal trascendente y no puede alcanzarse sobre la tierra. Entonces, el proceso histórico, el humano, es una larga peregrinatio entre errores y tribulaciones hacia una meta que es ultraterrena, que va desde el tiempo histórico hasta la eternidad.

Joaquín de Fiore parte de San Agustín, a quien se refiere constantemente, y de la interpretación “espiritual”, no literal, de las Escrituras. Para de De Fiore la Biblia es un inmenso “cosmos simbólico” que es la clave de su doctrina. Según su hermenéutica: “Hay que traspasar la letra, ir más allá de su significado literal, de la superficie de los textos narrados, hay que llegar a su significado espiritual, ir a la revelación in aenigmitate de la historia, presente y futura, a través de figurae, signa, que anticipan la historia por venir. Non littera, sed spiritus: littera enim occidit spiritus autem vivificat. La letra que se detiene en el hecho e ignora el espíritu es letra muerta.” Y sobre esta interpretación de Joaquín de Fiore se detiene Gianni Vattimo en el último capítulo de Después de la cristiandad, criticando, en la línea joaquinita, la interpretación literal de los textos sagrados hecha por la Iglesia.

III

A través de la asidua lectura de las Escrituras, Joaquín de Fiore revela los paralelismos, la similitud, la “concordia” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los personajes, los acontecimientos del Antiguo Testamento son el prototipo, la prefiguración del Nuevo; lo que acontece en el Antiguo Testamento es figura de una realidad futura y va más allá de su efectualidad histórica, es figura de otro. En suma, el Antiguo Testamento contiene las significantia y el Nuevo los significata. Entendemos mejor las cosas presentes, dice en la Concordia, si con mayor diligencia escudriñamos, usando la inteligencia intellecti, las pasadas. En la Expositio in Apocapsym el monje calabrés sostiene que el Apocalipsis es la clave de los acontecimientos pasados, la fuente cognoscitiva de los futuros, la apertura de las cosas selladas, la revelación de las cosas secretas. El pasado está, pues, preñado de presente. La concordia “es parecida a un sendero continuo, que del desierto se extiende hacia la ciudad, interrumpido por localidades menores, en las cuales el viandante se detiene incierto sobre el camino correcto a tomar. En ese sendero encuentra montes desde los cuales puede mirar el camino andado y, a partir del camino recorrido, medir con precisión el viaje restante”. En otras palabras, la concordia mira al pasado como modelo del porvenir, como realización, aunque imperfecta, de lo que se ha hecho y también de lo que se hará. El camino de la historia cristiana es entonces un sendero continuo y difícil hacia la perfección, que para Joaquín de Fiore es alcanzable sobre esta Tierra. Y es muy importante subrayar que el monje calabrés se opone a la fama de profeta que le habían hecho (tradición que recoge Dante cuando lo presenta en el Paraíso, como “di spirito profetico dotato”). La revelación, protesta De Fiore, no es fruto de una iluminación espontánea, un raptus, sino el fruto de la intelligentia intellecti, de la meditación de años sobre las Escrituras.

El punto de partida de Joaquín de Fiore, como el de Agustín, es la revelación; pero mientras que para Agustín la figura central en su interpretación de la historia es Cristo, para De Fiore es el misterio trinitario. La Trinidad se refleja en el proceso histórico y la historia es el camino para llegar a la perfección de la Ciudad de Dios. En la doctrina del monje de Celico, la historia se divide en tres status interrelacionados que corresponden a las tres personas de la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo–: ante legem, anterior a la llegada de Moisés, el tiempo natural bajo la servidumbre del Padre; sub lege, bajo la servidumbre del Hijo; sub gratia, la plenitud del Espíritu Santo, del intelecto que resulta en la libertad del ser humano. Sin embargo, no hay fisura entre un estado y otro: la edad que declina contiene en sí el germen de la nueva que surge. Este esquema ternario fue comparado, equivocadamente, con el de G. B. Vico, de quien, se dijo, Joaquín de Fiore sería el ancestro, pero en Vico la historia en espirales de cursos y recursos es cíclica y deriva en la decadencia. Las etapas de su ciclo siguen al proceso natural del organismo humano: infancia, madurez, vejez. Para Vico, pues, mundus senescit, el mundo envejece, se vuelve decrépito. La naturaleza humana va perdiendo las virtudes primitivas, se vuelve delicada, refinada y, finalmente, relajada y disoluta, hasta degenerar en decadencia. Es un ciclo fatal de regresión que va de la “ferocidad” primordial de los sentidos hasta, pasando por la “barbarie de la reflexión”, el ocaso y la muerte. Es verdad que este ciclo puede ser poligenésico, porque sobre las ruinas de una cultura puede resurgir, a veces, como el Ave Fénix, una nueva. No es así para Joaquín de Fiore. Según él la historia no gira sobre sí misma, no es cíclica, no es eterno retorno, sino un camino lineal hacia la regeneración y la perfección del género humano.

Es importante precisar que en el monje el proceso histórico es inverso al orden natural de las edades: el primer status es el del dominio de los ancianos, senum maturitas, que no contiene ninguna implicación de decadencia, y procede hacia la juventud del segundo status, el de la juevenium patientia, hasta el último, el de la sinceritas puerorum, es decir, al status final y perfecto de los pueri spirituales. Como dice San Pablo en la Carta ii a los Corintios (IV, 16): “Nuestro hombre exterior se va desgastando, pero el interior se renueva día a día.” En suma, bajo la gracia, el mundo no declina ni envejece, sino que, al hacer suya la Ciudad de Dios, se regenera y rejuvenece. La historia humana se diviniza, procede hacia un mundo joven, niño, incontaminado, lleno de poesía, gobernado por el Espíritu Santo: una época de paz y de amor, de amistad, en la libertad espiritual de seres felices, dedicados a la contemplación. Exactamente lo que había dicho Cristo (Evangelio de Mateo, V, 18): “…si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”. O, como dice Kleist, tenemos que comer nuevamente del árbol del conocimiento para poder regresar al estado de inocencia.

El reino de Dios ya no es una realidad metahistórica, existente en el más allá, sino un estado perfecto, en el más acá; el Cielo y la Tierra se juntan y la historia humana se vuelve historia de la salvación. Rompe así Joaquín de Fiore la dualidad entre trascendencia e inmanencia, e introduce lo sagrado sobre la Tierra. Dios está dentro de nosotros, por lo que tenemos el poder de transfigurar al mundo hic et nunc, aquí y ahora. La última etapa de la historia llevará también a la superación de la Iglesia institucional, ya que toda la humanidad será Iglesia, santa, no necesitada de estructuras jerárquicas y mediaciones sacramentales. Como se ve, en la concepción joaquinita –cambiar el sueño celestial en proyecto terrenal– hay una carga fuertemente reformadora heterodoxa que no pasó desapercibida al alto clero. La comisión de Anagni, así como más tarde el Concilio provincial de Arles de 1263, prohibieron el Eterno Evangelio, de Joaquín de Fiore. La Iglesia, como se sabe, ha combatido siempre los movimientos milenaristas.

El abad de Celico estaba convencido de que el tiempo de la tercera edad estaba cerca –y este es el error que le adeudará siglos más tarde el filósofo alemán G. E. Lessing–, a causa de la misma crisis de las instituciones eclesiásticas y temporales. En su Expositio in Apocapsym no hace más que anunciar reiteradamente la cercanía de la plenitud de los tiempos de la tercera edad: tempus prope est!, ecce apropinquat hora! Non erit labor et gemitus, sed requies et otium et abundancia pacis. En fin: la edad religiosa de oro. El ser humano, expulsado del paraíso, regresaría a él por sus méritos, después de errores y desviaciones.

IV

Ahora bien, desde la obra y la época de Joaquín de Fiore han pasado dieciocho siglos y, sin embargo, en la actualidad se manifiesta, con la misma intensidad, la urgencia de la salvación de una humanidad amenazada por todos lados. Hago mías las palabras con las que Esther Cohen inicia su prólogo a la correspondencia entre Umberto Eco y Carlo Maria Martini: “Alguien dijo que el próximo siglo será religioso o no será. Más allá de coincidir con esta idea, lo que no puede negarse, y el pensamiento de los últimos años lo refleja, es el marcado interés tanto de las disciplinas humanísticas como de las ciencias por un fundamento ético, religioso o no, que dé cuerpo y vitalidad a un comportamiento humano que se ha visto despojado de su dignidad de origen. Pareciera que, muy a pesar de la experiencia de barbarie que ha vivido nuestro siglo, el problema del otro y su derecho a la existencia, como alguien diferente e irreductible, continúa interpelándonos hoy quizás con más urgencia que ayer, y nos obliga a responder, responsablemente, por un mundo por-venir.” Quiero añadir a las palabras de Esther que esta responsabilidad por el otro debe transformarse en “caridad”, término que, como dice Vattimo, ha reencontrado recientemente y de forma imprevista, pero no por ello menos significativa, carta de ciudadanía en la filosofía. Esta caritas debe transformarse, secularizar el amor cristiano, el agape, que es el legado más alto de nuestra tradición cristiana.