Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de enero de 2013 Num: 934

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ramón Gómez de
la Serna, greguero

Ricardo Bada

El cantar errante de
las letras dominicanas

Néstor E. Rodríguez

Dos poetas

¡Maldita negrofobia!
Luis Rafael Sánchez

Feminicidio y barbarie contemporánea
Fabrizio Lorusso y Marilú Oliva

Violeta Parra al cine
Paulina Tercero

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
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Jornada de Poesía
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Cinexcusas
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José Agustín al cine

En 1969, la entonces mítica Editorial Joaquín Mortiz publicó la obra de teatro Abolición de la propiedad, quinto libro de un muy joven José Agustín, luego de haber dado éste a la imprenta las bien conocidas novelas La tumba en 1964 y De perfil, más una precocísima autobiografía, ambas en 1966, así como el cuentario Inventando que sueño, de 1968 (a sus diecisiete, es decir en 1961, escribió Diario de un brigadista, si bien éste fue publicado en el reciente 2010). Hace cuarenta y seis años, la comedia Cinco de chocolate y uno de fresa, basada en una obra de Fernando Galiana, fue coadaptada por Agustín y Carlos Velo, director del filme. En 1969 hizo el guión de Alguien nos quiere matar, segunda cinta dirigida por Velo. Un año más adelante, el propio autor de Vida con mi viuda escribió y dirigió Ya sé quién eres (te he estado observando). En 1984, interpretando un pequeño papel prácticamente en calidad de sí mismo, fue parte del elenco de la ópera prima de Gerardo Pardo, titulada De veras me atrapaste. Al año siguiente publicó el guión cinematográfico Ahí viene la plaga –hasta el momento no filmado por nadie–, en coautoría con el mismo Gerardo Pardo y el también cineasta José Buil. Amén de guiones para algunos cortometrajes, ha colaborado en la escritura de, al menos, El apando (1975) y El año de la peste (1978), ambas de Felipe Cazals; de Amor a la vuelta de la esquina (1986) y Ciudad de ciegos (1990), ambas de Alberto Cortés; así como de La viuda de Montiel (1979), de Miguel Littín.

Esta –de seguro incompleta– biografía fílmica agustiniana cerraría mencionando el deseo, públicamente declarado aunque no llevado a cabo hasta ahora, de Gabriel Retes de llevar a la pantalla la novela de Agustín Dos horas de sol. Pero no cierra gracias al empecinamiento encomiable de Jesús Magaña por filmar la primera de las obras de José Agustín aquí mencionadas, es decir, Abolición de la propiedad (2011), y si este ponepuntos dedica media columna para hablar de José Agustín y su presencia en la cinematografía mexicana, en vez de hacerlo desde el principio del tercer largometraje dirigido por Magaña –Sobreviviente y Eros una vez María son los anteriores–, lo hace convencido de que a éste no ha de causarle incordio, sino todo lo contrario, que de esta humilde manera escrita se le brinde al querido Pepcock Gin –que así le decía su carnal Parménides García Saldaña– un mínimo reconocimiento por su trayectoria cinematográfica, inevitablemente opacada por su rutilancia literaria.

Abúndese entonces, ya encarrerados, diciendo que Agustín pisó alguna vez, en calidad de becario, el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, luego de lo cual comenzó su ya referida labor como guionista, misma que abandonó por razones de las que él mismo dio cuenta en su artículo “De la máquina de escribir a la moviola”, publicado en Excélsior hace treinta y dos años.

Abolición…, la película

A la historia que se cuenta concurren una vieja grabadora de cinta y tres personas, una de ellas ausente. No hay contradicción en la frase, pues la tercera persona es, desde tal ausencia, la artífice del encuentro de las otras dos, a las que ha citado en un lugar para ellos desconocido, como de hecho lo son también uno del otro: Norma (Ayslinn Derbez –sí, hija de quien el lector está pensando, pero ella sí capaz de más de un registro actoral) y Everio (un solvente Humberto Busto, a quien Magaña ha recurrido por segunda ocasión para un papel coprotagónico) nada sabían de la existencia del otro hasta antes de esa suerte de cita a ciegas, y la espera se les convierte, prolongada, vacía y con una expectativa más bien difusa de que algo suceda, en un espacio propicio para que, de manera no del todo imaginaria, todo suceda.

Hábilmente, Magaña desdobla el espacio cerrado de su cuadro principal –cuadro-madre, podría decirse–, de suyo e intencionalmente monótono, átono y neutro, en múltiples escenarios, y lo hace guiado por el diálogo casi incesante, a cada tanto menos impersonal y generador de más de una sorpresa –cortesía de un texto original debidamente respetado–, de esa pareja que, no siéndolo, se confronta ni más ni menos que como si en efecto lo fuese. Nada se mencionará aquí de la función que tiene la vieja grabadora de cinta –recuérdese que la historia tiene lugar en los años sesenta–; sólo se dirá que su papel es clave y que de ella dependen, casi por completo, tanto el contenido de la trama como el ritmo de este filme que resuelve con eficacia el desafío, nunca menor, de llevar el teatro al cine con buenos resultados.