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Crónicas de la destrucción
H

ablaré hoy de Claude Lévi-Strauss (1908-2009) –no confundir con Dominique Strauss-Kahn–. Leo Tristes trópicos en una muy buena traducción, publicada en 1955 por la Universidad de Buenos Aires, empieza así: Odio los viajes y los exploradores, y yo que amo tanto viajar y escribir sobre ello, trato de entender por qué lo dice. Este antropólogo francés, autor de libros fundamentales y de una prosa perfecta lo explica así, como si se tratase de un relato arqueológico:

“Hace unos veinte años (1935) casi no se viajaba (comento: hay textos de grandes viajeros que recorrieron el mundo por ese entonces, por ejemplo los de Henri Michaux, en 1929, Ecuador, y en 1933 Un bárbaro en Asia, traducido por Jorge Luis Borges); los narradores de aventuras no eran acogidos en las salas colmadas cinco o seis veces, sino en un pequeño anfiteatro sombrío, glacial y destartalado (...) El proyector arrojaba en una pantalla demasiado grande, con lámparas demasiados débiles, sombras imprecisas cuyos contornos eran mal percibidos por el conferenciante, la nariz adherida a la pared, y que el público casi confundía con las manchas de humedad de los muros. Bastante después de la hora anunciada se preguntaban aún si habría público (lo mismo me sigue pasando hoy a mí), aparte de los pocos aficionados habituales cuyas siluetas confusas se veían diseminadas por las gradas. Cuando ya todo parecía perdido, la sala se llenaba a medias con niños acompañados por madres o sirvientas, los unos ávidos de una variación gratuita, las otras hastiadas del ruido y del polvo exterior (vuelvo a entrometerme: en 1983 viajé a Suecia, invitada por una comunidad de exiliados uruguayos a impartir conferencias en ciudades distintas de ese país, la más memorable fue una que di en una ciudad llamada Oxelosun en un auditorio repleto de exiliados chilenos y uruguayos que comían sus empanadas y bebían su vino, acompañados de numerosos chiquilines que patinaban, gritaban y hasta aullaban, mientras yo hablaba de Pedro Páramo, de Juan Rulfo...). Frente a esta mezcla de fantasmas apolillados y de chiquillería impaciente (...) se ejercía el derecho de desembalar un tesoro de recuerdos congelados para siempre por semejante sesión.”

Obviamente, los viajes de Lévi-Strauss eran científicos, intentaban definir nada menos que las estructuras de parentesco que determinaban (y aún determinan) las diferentes formas de comportamiento social de las comunidades humanas estudiadas por él en Brasil y en algunas etnias que aún existían en Estados Unidos. De allí, deduce: Ser humano significa, para cada uno de nosotros, pertenecer a una clase, a una sociedad, a un país, a un continente y una civilización; y para nosotros los moradores europeos, la aventura desarrollada en el corazón del Nuevo Mundo significa en primer lugar que no era nuestro mundo y que tenemos responsabilidades en el crimen de su destrucción.

Cuando leo esta frase, hago una curiosa asociación, no veo a Lévi-Strauss como antropólogo, lo leo como un gran viajero y sobre todo como un gran escritor y lo asocio de inmediato con otro gran autor: W.G. Sebald, también viajero y uno de los mayores cronistas de la intensa y persistente labor humana en favor de la destrucción, estudiada por Lévi-Strauss en las llamadas tribus primitivas, sobrevivientes de la expansión colonial de Europa, y por Sebald, por ejemplo, en Alemania o en Inglaterra:

“Cuando me encuentro de visita en Alemania –afirmaba–, me doy cuenta de que las zonas marginales han sido borradas –esas zonas que garantizan la presencia de distintas épocas en la ciudad. Ha desaparecido la idea del ‘barrio’. Sus ciudades no tienen declives ni rincones ni memoria. El resultado es triste, deprimente. Todas las ciudades alemanas son iguales, uno no puede perderse en ellas, ni desorientarse. Es desolador (...) todas son idénticas. El pasado se aniquila todos los días en Alemania. A partir de 1945, Alemania se ha reconstruido no una sino cinco o siete veces.”

Twitter: @margo_glantz