as iniciativas del gobierno federal y del rector de la UNAM en materia de reforma educativa deben ser aplaudidas, aun en lo general y antes de conocer todos sus detalles. Ha llegado la hora de que la sociedad mexicana se haga cargo del tema educativo. No hay duda de eso, y no vale la pena machacar el punto.
Como los retos a la transformación de la educación y de la política científica de México requieren, también, de una amplia discusión pública, quisiera poner mi grano de arena a partir de una observación que me ha ido quedando cada vez más clara en mi larga trayectoria de 25 años de trabajar en universidades de Estados Unidos.
En México el tema educativo se ha justificado casi siempre como medio de ascenso social y a partir del valor de la igualdad social. Pero esta justificación resulta muy insuficiente, no porque la inversión en educación de calidad no lleve, a la larga, a mayor ascenso social ni a mayor igualdad, sino porque frecuentemente no lo hace a la corta
(como lo demostró hace años el Nobel en economía James Heckmann), y sobre todo porque existen otra clase de justificaciones para la inversión educativa de calidad, que no han sido suficientemente discutidas ni comprendidas, como, por ejemplo y para empezar, cambiar la amplitud de miradas de la sociedad como un todo.
La crítica Fran Lebowitz dijo en entrevista hace algunos años que cuando la crisis del sida en Nueva York, en los años ochenta, el mundo artístico neoyorquino perdió algo verdaderamente fundamental: su público más informado y exigente. Con la muerte de un sector clave de ese público tan selecto, afirmó Lebowitz, la calidad de los espectáculos y del arte tendió a la baja. Faltaba quien encontrara intolerable a la mediocridad, y quien premiara el genuino mérito. La reposición de ese público ha sido un proceso largo y nada sencillo. (Y quien no vea ni entienda la relación entre innovación artística y economía puede revisar los datos acerca de la economía de la cultura en ciudades como Nueva York.)
Se trata de una lección importante para México, donde la gente se queja amargamente del bajo nivel de los políticos, de la pobreza de la prensa y de la televisión, o de la baja calidad de la atención médica. Aunque esas quejas se justifican ampliamente, hay casi siempre en ellas algo de lo que los alemanes llaman shadenfreude (alegrarse por penas ajenas): el ignorante es siempre el otro; el incompetente es siempre otro. Y la reflexión no se vuelca al problema colectivo. Todos aspiran a ser tuertos en tierra de ciegos.
Cuando hay más inversión –seria y exigente, no nada más de aventarle dinero– en educación, ciencia y cultura, la capacidad de discernimiento, discusión e innovación de la sociedad aumenta. Aumentan, también, sus exigencias sobre sus representantes: un público culto pide siempre más a sus políticos, a sus periodistas, a sus médicos, a sus arquitectos, escritores, maestros o ebanistas, que un público que no haya tenido acceso al estudio.
Y, sin embargo, nos parece fácil posponer esta meta, siempre hacia un futuro lontano e indefinido. Si los niños de Oaxaca se quedan un año sin escuela, pero nos gusta el signo político del sindicato que lanza la huelga, nos quedamos callados. O minimizamos el efecto que tendrá para la vida pública y privada una generación de oaxaqueños que perdió un año de escuela, y a la que se trató de convencer que aquello no era grave y que tendría reposición.
Las plazas en el sistema educativo, al igual que en todo el gobierno, fueron tratadas como si se tratara de parcelas ejidales, bienes públicos, sí, pero heredables, transferibles, e inalienables. El problema está en que, a diferencia de la tierra, donde los estándares de cultivo y producción son claros para todo campesino serio y trabajador, la educación requiere de una revisión continua de contenidos, métodos y metas que piden que los maestros revisen sus propios usos y costumbres de manera sistemática y regular. Eso implica un compromiso vocacional que no se hereda ni se transfiere.
A todo esto hay que agregar las actitudes de las cúpulas empresariales y políticas del país, que han tendido a ver en la educación únicamente un método de formación de cuadros. Ese punto de vista, que degrada profundamente la esencia misma de la educación como proceso de socialización y crecimiento del conocimiento colectivo, acaba por denigrar a la sociedad toda, imaginando que la colectividad está ahí sólo para servir los intereses creados, y para ocupar puestos ya perfectamente definidos en industrias que ya existen. Pero la educación sirve para transformar y no sólo para reproducir.
En este sentido, el acceso a la educación de calidad es un derecho colectivo fundamental, más allá de sus implicaciones medibles en el corto plazo. Esto no significa que los factores de corto plazo sean irrelevantes, sino que a todos ellos hay que sumar este efecto difuso, pero importantísimo.
La educación y la inversión en cultura y en ciencia son el oxígeno que la sociedad necesita para reinventarse. El tema es, genuinamente, de interés público, y la sociedad mexicana merece discusión colectiva seria, que trascienda los puntos de vista de los intereses creados.