egún datos difundidos ayer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), al tercer trimestre de este año más de 29 millones de trabajadores en el país –equivalentes a 60 por ciento de la Población Económicamente Activa– estaban ocupados en el sector informal, y carecían, en consecuencia, de contratos, garantías y seguridad social. La cifra ha de contrastarse con los 14.2 millones de trabajadores informales que, de acuerdo con estadísticas del propio Inegi, había en el país a finales de junio pasado, una inconsistencia que las autoridades del instituto atribuyeron ayer a un cambio en la metodología de medición.
El dato es en sí mismo indicativo de una economía nacional incapaz de generar plazas laborales estables y de calidad: menguado orgullo puede representar para el país el detentar una de las tasas de desempleo más bajas del mundo
–como recurrentemente presumía el discurso oficial durante la recién concluida administración– cuando la mayor parte de la población ocupada enfrenta condiciones laborales precarias e inseguras, y cuando ello deriva en un deterioro generalizado en las condiciones de vida y en una creciente fragilidad para el conjunto de la economía.
Por lo demás, el hecho de que las cifras oficiales sobre informalidad se hayan duplicado en tan sólo tres meses como consecuencia de un cambio en la medición
, y de que ello coincida con el relevo de Felipe Calderón por Enrique Peña en la Presidencia de la República, además de evidenciar el desinterés oficial hacia ese fenómeno y sus consecuencias exhibe desaseo, falta de seriedad y presumible parcialidad política en el manejo de la información estadística por parte del Estado.
Tales falencias, por desgracia, no son excepcionales, sino que forman parte de un patrón en el que las cifras oficiales terminan por volverse en eufemismos de la realidad, en el mejor de los casos, o en un instrumento adicional de propaganda oficial, en el peor, y ponen en entredicho la supuesta y pretendida autonomía y apartidismo de organismos como el Inegi. Algo similar ocurrió durante el sexenio foxista, cuando el gobierno federal, carente de voluntad política para combatir la pobreza en los hechos, se dedicó a borrarla de las cifras oficiales mediante la redefinición de los criterios hasta entonces empleados para elaborar las estadísticas. Felipe Calderón, por su parte, legó a su sucesor un conjunto de indicadores oficiales en materia de empleo que no se corresponden con la realidad: baste decir que, si fuera verdad que el nivel de desocupación en México es menor al de Estados Unidos –como se infiere de las estadísticas del propio Inegi– cabría esperar que miles de estadunidenses cruzaran todos los días la frontera hacia nuestro país con la esperanza de encontrar algún trabajo remunerado.
En suma, el uso faccioso que el gobierno suele hacer de las estadísticas oficiales, la falta de transparencia y de rigor en su elaboración, tienen consecuencias nefastas para ese instrumento, que debiera servir como piedra de toque para la elaboración de diagnósticos y de políticas públicas, y que hoy por hoy acusa, en cambio, un descrédito generalizado.