Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 9 de diciembre de 2012 Num: 927

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Lukás Theodorokópoulos

La fiesta del teatro
Mariana Domínguez Batis

Puebla, nuevo espacio nacional para el
teatro internacional

Miguel Ángel Quemain

Héctor Azar, el
hombre y el teatro

Jorge Galván

El tío vania de
David Olguín

Enrique Olmos de Ita

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Javier Sicilia

Buscando una coordenada

Leo a Jorge Semprún, leo L’écriture ou la vie, leo alternando el libro con la espléndida biografía de Elisabeth Young-Bruehl sobre Hannah Arendt; leo por las noches, antes de dormir, en una celda monástica del siglo XI cuya ventana da a la iglesia de Saint Antoine; leo sobre mi cama, junto a un calentador de leña, cuando todos duermen y el silencio es profundo, casi absoluto, con el cuerpo agotado y adolorido de trabajar en el campo y el alma abierta al misterio después de “la oración del fuego”; leo como si escuchara a un amigo que en voz baja tratara de revelarme algo de la enfermedad que compartimos.

No dice mucho. Nadie puede decir mucho sobre esa enfermedad que acompaña, a quienes la padecemos, como una horrenda sombra, y que se ha apoderado de mi país. Sin embargo, pocos como Semprún, que volvió de los campos de exterminio de Buchenwald, puede decir algo sobre el Mal.

Cuando esa realidad te ha tomado y te ha grabado en la carne y el alma sus intolerables rasgos, se sabe que no cualquiera puede hablar de ella. Lo acaecido en la Alemania nazi o lo que está sucediendo en México es un desastre que, como lo vieron quienes, como Semprún, lo padecieron en su propia vida o, como Adorno o Arendt, que lograron tocarlo desde una profunda conaturalidad, no sólo golpea los contenidos de la cultura y del lenguaje que la expresa, sino las formas en que la metafísica, la teología clásicas e incluso la política se expresan. Es como si cuando se vive el horror, las respuestas clásicas de la metafísica, de la teología o de la política tuvieran, como lo dice Humberto Beck, “un tono de gazmoñería, como si fueran, de hecho, un acto de injusticia contra las víctimas –la trivialidad de seguir hablando del ser, de la esencia [y de las finalidades de la Historia] como si no hubiera ocurrido [y estuviera ocurriendo] un cataclismo”.


Jorge Semprún

Por eso se recurre a hombres como Semprún. Ellos tratan de decir, desde otras coordenadas, algo de la horrenda incomunicabilidad del Mal.

Tendido a mi lado, envueltos por la noche y el silencio, Semprún me dice en voz baja, con un tono de duda balbuciente que agradezco:  “El horror no es el Mal, no es su esencia. El horror es sólo su vestimenta. Podríamos pasar horas dando testimonio del horror cotidiano sin tocar su esencia. El Mal es uno de los proyectos posibles de la libertad… es una experiencia de la muerte… que no puede compartirse y sólo puede asirse bajo la forma de la angustia, del presentimiento funesto… todos los días nosotros que regresamos de ella, volvemos a la memoria de la muerte…”

Con el libro recargado en mi pecho, miro, desde la ventana, la iglesia de Saint Antoine iluminada por el azul nocturno de la luna. “Y, sin embargo –me digo, le digo en mí– ¿no es en esa carne tomada por el Mal donde, como en esa pequeña iglesia desgastada y roída por diez siglos de sufrimientos, habitamos la única libertad verdaderamente posible, impotente, pobre, casi imperceptible, y sin la cual el mundo dejaría de ser mundo y nuestra carne sería el puro infierno de la muerte, el amor?”

Vuelvo mis ojos a L’écriture ou la vie. Semprún no se ha ido. Siempre está allí, aguardando los ojos que son el oído de la escritura. Me cuenta –como si acompañara lo que acababa de decir y confirmara ese intrincado nudo de la libertad del que me había hablado– de la mañana que pasó al lado de un judío que habían rescatado de una pila de cadáveres, de un judío que se parecía a Cristo crucificado, y que cantaba el kaddish, de un hombre rescatado entre miles: “Miraba alrededor mío. No había más que el rumor del viento que soplaba… Estábamos detrás de la barraca de las letrinas colectivas de Buchenwald… Me arrodillé a su lado… no sabía qué hacer para mantener vivo a mi Cristo del kaddish… lo tomé en mis brazos, lo más ligeramente posible, por temor a que se rompiera en mis dedos… le hablé suavemente al oído… acompañaba a ese agonizante, a ese judío anónimo que quería hacer sobrevivir sobre el inmenso universo de la muerte.”

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.