Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 9 de diciembre de 2012 Num: 927

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Lukás Theodorokópoulos

La fiesta del teatro
Mariana Domínguez Batis

Puebla, nuevo espacio nacional para el
teatro internacional

Miguel Ángel Quemain

Héctor Azar, el
hombre y el teatro

Jorge Galván

El tío vania de
David Olguín

Enrique Olmos de Ita

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Columnas:
La Casa Sosegada
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Verónica Murguía
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Alonso Arreola
Cinexcusas
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Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
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El Tío Vania
de
David Olguín

 

Enrique Olmos de Ita

Algunos neurólogos definen como Síndrome del Tío Vania a la capacidad que tienen ciertas  personas para negar el fracaso propio y atribuirlo a una conspiración ajena, un orden exterior que los abate, que los condena. Según reza la bibliografía neurológica, el síndrome proviene de una frase que aparece en la obra de Anton Chéjov, en la cual el Tío Vania, seguramente uno de los personajes protagónicos más patéticos y pusilánimes de la historia del teatro dice: “¡Mi vida está́ deshecha! ¡Tengo talento, inteligencia, valor!... ¡Si hubiera vivido normalmente, de mí pudo salir un Dostoievski, un Schopenhauer!... ¡No sé́ lo que digo!... ¡Me vuelvo loco! ¡Estoy desesperado!”

Esta obra de Antón Chéjov es uno de los pilares del teatro moderno en Occidente y fue escrita a final del siglo antepasado. Retrata la imposibilidad de un grupo de hombres para poner en pie sus anhelos, para alcanzar sus empeños y sobre todo para evitar, en una casa de campo , el ir y venir de pasiones que al mismo tiempo conmueven por su torpeza que estremecen por su devastación interior.

De esta probidad literaria se vale el director de escena David Olguín para poner en pie un aparato teatral sobresaliente, en la cual las actuaciones no son opacadas por ocurrencias escenográficas o intervenciones audiovisuales; por el contrario, la simpleza de la puesta en escena y la limpieza espacial que propone Gabriel Pascal reside en dotar al intérprete de referencias que van más allá del realismo y sitúan el tono del espectáculo en un juego que oscila entre lo absurdo y la lenta suma emocional de cada personaje, sin caer en la folklorización, pero tampoco respetando en demasía el contexto de la obra.

Sin vestuario de época y aprovechando la traducción certera que realizara Ludwik Margules para su mítico montaje de 1978, que contó con Alejandro Aura, Mabel Martín, Memo Gil, Julieta Egurrola y Hugo Gutiérrez Vega en el reparto, por citar algunos nombres, Olguín ajusta ligeramente la versión del director polaco (por ejemplo, omitiendo al personaje de María Vasilievna Voinitzkaya, la madre de Vania) y antepone a la anécdota propia de Chéjov  un juego actoral que podría ser más bien una disputa entre Arturo Ríos (interpreta al Tío Vania) y David Hevia (interpreta al Doctor Astrov) por conseguir la certeza emocional y la contundencia de cada uno de los personajes, que al mismo tiempo se enfrentan en la ficción, haciendo del forcejeo uno de los platos fuertes de la puesta en escena. Dos tradiciones, dos escuelas, dos formas de entender la teatralidad, la de Ríos fincada en la fuerza interior y en la disciplina gestual y la de Hevia cimentada en la potencia vocal, en los cambios energéticos que sorprenden y perturban, en la transición fugaz de matices.

El doctor Astrov de Hevia, que comienza en un innecesario tono fársico que pierde verosimilitud en la insistencia ecológica que el personaje procura, concluye magistralmente después de mostrar la sordidez del alcoholismo y la soledad profunda que los acontecimientos dispuestos por Chéjov lo condenan. Hevia se muestra como un actor consistente, como un voraz secundario capaz de ensombrecer el patetismo de Vania, lo cual es mucho decir. Ríos, al mismo tiempo, suma a la naturaleza de su personaje un trabajo actoral sutil, lleno de pequeños guiños que se van sumando al vulgar coqueteo que mantiene con Elena (interpretada por Laura Almela), quien quizá por una cuestión de edad estaría lejos del personaje descrito por el autor, aunque poco importa el detalle debido al estupendo trabajo que la actriz imprime, sujeto a la indecisión del personaje. Los mejores momentos de Ríos ocurren cuando Almela lo reta sutilmente a seguir buscando el vértigo, a morder el anzuelo del descaro, de la venganza y del engaño.

Vale la pena señalar la sorprendente actuación de Esmirna Barrios como Sonia, quien quizá tampoco cumpliría el perfil deseado por Chéjov – la ausencia de belleza y encanto–, por el contrario su candor y belleza y especialmente la fuerza expresiva de su personaje enternece, antes que provocar desagrado. Al respecto, la abnegación de Vania en aras de Serebriakov (interpretado por Mauricio Davison) y el servilismo imprudente de los habitantes de la casa de campo simboliza la frustración y el fracaso de un puñado de personas que viven únicamente para tener “aspiraciones”, para habitar sus sueños sin la mínima posibilidad de llevarlos a cabo. Una metáfora de lo que Chéjov anunciaba como el paso de una sociedad rural a urbana, del campo a las ciudades y los anhelos que despertaba el reciente clamor industrial. 

La lectura escénica de Olguín (que ocurre en el Foro Sor Juana de la UNAM) es además de un acierto estético una apuesta por atraer a los clásicos con merecida contundencia emotiva en voz de actores de primer orden. Un trabajo que es al mismo tiempo un homenaje al Tío Vania de Margules, una respuesta al montaje reciente de Veronesse –por sus contrastes, por su carga gestual moderna y local– e indudablemente una de las cimas del teatro mexicano contemporáneo.