Opinión
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La Muestra

Paraíso amor

S

iempre me dije que cuando envejeciera pagaría a hombres jóvenes para que me amaran; nunca pensé que esto llegaría tan rápido. Esta frase la pronuncia una de las protagonistas de la cinta francesa Bienvenidas al paraíso (Vers le Sud, 2005), de Laurent Cantet, una radiografía muy lograda del turismo sexual femenino a finales de los años 70 en Haití. Esa misma exploración temática la lleva a cabo hoy el realizador austriaco Ulrich Seidl (Días perros, 2001; Import/Export, 2007) en Paraíso: Amor (Paradies: Liebe), primer capítulo de una trilogía sobre algunas de las obsesiones y miserias morales que detecta en la sociedad contemporánea, a partir de las experiencias de tres mujeres en una misma familia austriaca.

En su filmografía, Seidl ha combinado de manera astuta un notable trabajo como documentalista (Amor animal, 1995; Jesús, tú que todo lo sabes, 2003), con ficciones descarnadas, aparentemente frías, no exentas sin embargo de emotividad, que son el complemento idóneo de sus exploraciones cáusticas. Uno puede perfectamente imaginar el documental que habría podido ser Paraíso: Amor, de no haber elegido el director concentrar su atención en un personaje complejo y vulnerable, como Teresa (estupenda Margarethe Tiesel), una mujer de 50 años que, un tanto fatigada de su rutinaria vida en Austria y de sus desencuentros con su hermana y con su hija, decide tomar unas vacaciones en las playas de Kenia.

A diferencia de lo que muestra el francés Laurent Cantet en la cinta mencionada, la mirada de Seidl es, desde las primeras escenas, inclemente en su exposición de las flaquezas humanas. La exhibición sin fardos ni pudores de una desnudez femenina marchita por la edad, agobiada en algunos casos por la obesidad, torpe en su menguada capacidad de seducción, se mantiene en el filo del voyeurismo y el sarcasmo fácil. La imagen de los cuerpos de matronas salaces en busca de placeres carnales en playas africanas, recostadas todas en fila sobre las tumbonas, con esculturales sementales negros como mercancías en subasta, no posee precisamente sutileza y derriba de inmediato cualquier impulso de seducción de ambas partes. Es un mercado abierto de la carne, donde triunfa la tiranía del poder adquisitivo sobre una masculinidad menesterosa, cuyos atributos viriles son una moneda de cambio siempre devaluada. En el conveniente intercambio de roles que permite este comercio sexual en territorios exóticos, el hombre se vuelve objeto de consumo voraz, y la mujer madura puede a su gusto volverlo mercancía, consumirlo y desecharlo, humillarlo o ignorarlo, con una actitud de superioridad moral desdeñosa. Ulrich Seidl exhibe sin miramientos esta lógica de un racismo vergonzante que disfraza de fascinación por la belleza primitiva, lo que sólo es privilegio de clase y narcicismo satisfecho.

Teresa asiste perturbada primero, fascinada y cómplice después, a una ronda de transacciones mercantiles entre la lozana piel africana y una carne occidental vencida y avejentada. Un festejo de las matronas en un cuarto de hotel incluye la explotación abierta de un africano casi adolescente, contratado como stripper y desechado luego por no satisfacer los estándares establecidos por el morbo insaciable. La desazón de Teresa crece a medida de que el negocio de la carne la vuelve más consciente aún de la decadencia irrefrenable de su propio cuerpo, y la crisis estalla cuando en lugar del rechazo físico que ella pudiera enfrentar con las armas de su poder adquisitivo, se topa con la tristeza infinita que su suerte inspira a un mesero que se resiste al comercio. Una tristeza que en definitiva no puede ser ya negociable. Una dura observación social, sin concesiones, por uno de los realizadores más brillantes del cine europeo actual.

Además de la Cineteca Nacional, La Muestra prosigue este mes su recorrido en salas de Cinemex, Cinépolis, Lumiere Reforma y sala Julio Bracho del Centro Cultural Universitario.