Opinión
Ver día anteriorLunes 19 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Toros
Sorprendió Daniel Luque
L

a rítmica quietud de la mañana perdió su ritmo al referirme mi hija Constanza, que Mónica Obregón, quien fue su maestra en el Colegio Francés, había fallecido. Al tiempo que en una maceta en el jardín de la casa se despertaba un rosal y un sol esplendoroso del otoño mexicano despedía a su maestra, esposa de mi admirado Juan Ramón de la Fuente.

El día siguió asoleado, con un cielo azul muy brillante y la corrida se encontraba soporífera, cuando sorpresivamente apareció el tercer toro de la tarde de la ganadería de La Estancia, que resultó alegre, fijo, galopador e incluso tomó un puyazo arrancando de la lejanía y literalmente planeador. Para no desentonar de lo que ha salido por la puerta de toriles en la temporada, quizá faltó de raza. El torito era un autentico bombón y no lo dejó escapar el torero sevillano Daniel Luque, que generó una auténtica pintura en movimiento. Una gran faena al dulcecito que le tocó en suerte y en el que apareció el sentimiento torero a los cielos elevado. Palmas en aleteo, esperanza de resurrección.

Daniel Luque dejó sobre el redondel capitalino su verónica de terciopelo, en la que cargó la suerte y a las que le siguieron lances chipen rematados clásicamente. El coso se vino abajo y el torero expresaba la emoción de su vida interna. Encantamiento puro al sugestionar a los pocos aficionados que lo contemplaban trasplantados a la vida espiritual. Los cabales que asistimos a casi todas las corridas nos felicitábamos de haber asistido a ese jugar del torero español, que en sus series de redondos y naturales vivía los tres tiempos fundamentales del toreo; parar, templar y mandar. Tan tenía al toro dominado que, cuando le juntó las manos, se fue tras la espada y vació a la perfección y dejó una estocada en todo lo alto, un poco caída.

Espíritu torero que fue la gracia y la belleza matizadas por la muerte del toro. Eso que los sevillanos llaman en los colmaos; gracia en gracia de Dios. El culto a este decoro estético le rindió pleitesía a Luque conservando la tradición del toreo sevillano, que es ansia inagotable de belleza y hace del toreo un juego sonriente y amable lleno del misterio de la inmortalidad. Torear que se tornaba deleite táctil en las palmas de las manos, ingenuidad gozosa en la que el torero vertical, natural, muy natural, se enredaba al toro por la cintura y lo llevaba haciendo surcos en el ruedo, rematados con todo tipo de adornos sorpresivos que rompían la monotonía a que estamos acostumbrados.

Daniel Luque se fue a hombros de los aficionados con las dos orejas del burel y los gritos de torero y el torito recibió el arrastre lento a su nobleza. El resto de la corrida repitió lo que viene siendo costumbre: toros sin fuerza, algunos volvieron a doblar las manos, apenas recibían un puyacito. Ante esto se estrellaron los esfuerzos de Ignacio Garibay y Alejandro Amaya. Un dejo de tristeza me acompañaba al salir del coso.