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Esteban Utrera
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Esteban Utrera Lucho nació el 3 de junio de 1920. Pasó sus últimos meses tejiendo hamacas y rodajas, esperando a la muerte. Ésta no hallaba el momento de llevárselo, porque siempre estaba tejiendoFoto Gilberto Gutiérrez Silva
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l miércoles 24 de octubre, a las nueve y diez de la noche, falleció don Esteban Utrera Lucho, a los 92 años, último sonero de principios del siglo XX y pilar del resurgimiento de la cultura jarocha. Van estas líneas de mi memoria a su memoria.

La primera vez que lo vi, hacia 1963, traía una parranda decembrina con una veintena de gente jarocha –en el sentido racial– y venían desde Sabaneta, población de afromestizos. Llegaron a la casa de mi abuela, doña Catalina Castellanos de Gutiérrez, en Tres Zapotes, donde yo vivía; mi abuela los recibió afinando su jarana y los acompañó en la tocada.

La segunda vez que lo vi fue en la boda de la hija de don Santos Pino, en su rancho, como a medio kilómetro del de mi padre, camino a Boca de San Miguel, cerca de 1972; también andaba El Güero Vega, pero no los vi que se juntaran. En esa boda hubo muchos músicos de varios estilos, aparte de los jarochos; hubo un dueto de bandurria y guitarra que, a pedido de mi padre, tocaron Capullito de alhelí. Estaban Chucho y sus Incógnitos, grupo tropical de San Juan de Los Reyes, que acaparaba la atención de la noche: tocaban cumbias y baladas, versiones de los éxitos en la radio. Era el tiempo en que los jarochos abrazaron la cumbia y le dieron la espalda al fandango, mismo que, no obstante, Utrera capitaneaba en un lejano rincón de la fiesta.

Conocí a Utrera, hacia 1978, cuando con Juan Pascoe y mi hermano José Ángel lo visitamos en su casa de palma, al otro lado del río en Paso del Amate, ya conscientes de que él era un tesoro de conocimientos soneros, asunto que particularmente nos interesaba. Pero también sabía aserrar madera, hacer muebles y casas tradicionales, fabricaba herramientas, preparaba la palma para techar, con la que hacía utensilios para el hogar y unas maravillosas hamacas, y era el peluquero. Con todos sus oficios era un hombre indispensable en la comunidad familiar y vecinal.

También era un hombre de campo, diestro con el hacha, machete y tarpala, y, como casi toda la población de la zona, criaba ganado y conocía el arte de la pesca con trampas que él mismo fabricaba. Vivía de manera sustentable al estilo ancestral, donde todo lo necesario para vivir lo tomaba de la naturaleza.

Como músico, amenizaba los fandangos y oficiaba en ese ritual que se da en la tarima y sus alrededores. Con ello aliviaba el espíritu y la convivencia mantenía sana a la comunidad. A la vez, él se alimentaba personalmente de la música, de la cápsula luminosa de concierto musical humana que se solía crear ahí: cuerdas en unísono, a tiempo, canto, poesía, la convivencia del zapateado.

Su casa fue refugio del fandango durante los peores años de la tradición. Con una pequeña tarima desvencijada y la única en varios kilómetros a la redonda, participaba de los cada vez más escasos fandangos, muchas veces en los cumpleaños de algunos.

Sus músicos de aquel entonces eran: Tomás Gamboa, La Changa (jarana tercera y gran cantador de estilo singular), Beto y Venancio Quinto (jaranas segundas). Beto Quinto murió joven aún, al parecer de cáncer. A Tomás lo mataron, también joven, por líos absurdos. Con ellos desapareció para siempre un sonido con el que conocimos a Utrera, antes de que llegaran las quijadas, leonas y marimboles: un son llanero, veloz, siempre cambiante, más música que canto.

Sus hijos mayores, herederos de los talentos de su padre, no compartían su entusiasmo por el son y en cambio se dedicaron a la cumbia. Mostraban el ingenio familiar y tocaban la guitarra a la vez que se acompañaban con instrumentos percusivos, que ellos construían.

Su segundo grupo de hijos era distinto: cuando los conocimos, Camerino, niñito aún, tocaba una tablita con clavos y cuerdas de bejuco. Esteban Anastasio, en pañales, escuchaba desde su cuna de tablas y palma retorcida y Antonio aún no nacía.

En las siguientes visitas José y Roberto ya no estaban, pues habían emigrado al puerto de Veracruz. Irineo, ya casado, vivía en Tibernal, y Concha, habiendo quedado viuda, se fue a trabajar a Veracruz.

Las visitas a casa de Utrera se volvieron frecuentes, y germinó una amistad que hoy día pervive con sus hijos. La familia se componía de don Esteban y su señora doña Reina Luna, y los hijos Camerino, Anastasio, Antonio y Elizabet.

Pronto llenábamos el vocho de músicos e instrumentos y los acompañamos a los fandangos que se dieron por el rumbo, principalmente a los del velorio de la Virgen de Guadalupe, cada 11 de diciembre, siempre en una casa distinta. Pero también fuimos a bodas que se daban monte adentro. Invariablemente se encontraba en ellos rasgos físicos africanos.

Inolvidable, la fiesta de los 14 años de Tacho, la mera Nochebuena, una tempestad caribeña, la tarima en el centro de esa casa grande de palmera, costillas de palma para los muros, piso de tierra; presente toda la familia, los vecinos y todos los Vega, los varones y las doncellas, los viejos y los nuevos. Mole de pato, muchos toritos, música hermosa y armonía que es lo que nutría a Utrera.

Él y sus músicos, ya con Camerino integrado, serían pilares del proyecto para organizar fandangos en los pueblos que aún guardaban en su memoria las gesta del fandango. Así, en 1983, iniciamos en Saltabarranca el proyecto mencionado, juntando a don Arcadio Hidalgo, al grupo Mono Blanco y las familias Gutiérrez (mi hermano Ramón ya tocaba la guitarra), Vega y Utrera. Fue la primera vez que el joven Anastasio consiguió permiso para salir y lo dejaron ir; sólo zapateaba, pero ya con ese estilo que aún lo caracteriza. Con esa tropa fuimos, además, a Lerdo de Tejada, Cabada, Tlacotalpan, Santiago Tuxtla, Tres Zapotes y Minatitlán y muchos pueblos más.

Viajó como patriarca del grupo familiar Los Utrera por México, Estados Unidos y fue a Francia y a Irlanda. Por razones de salud, se retiró de los viajes, pero siguió tocando en los fandangos, con el ímpetu de siempre. Aparece grabado en los tres discos del grupo y en uno dedicado exclusivamente a él, grabación hecha casi artesanalmente por Alec Dempster en Santiago Tuxtla, cuya edición se agotó en una de las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan –donde por cierto tocó en muchos fandangos, y donde se le otorgó el Premio Andrés Vega para músicos guitarreros tradicionales. Aparece grabado por última vez en el reciente disco de Son del Hato (capitaneado por Camerino Utrera, heredero de los talentos de su padre, quien se dedica de manera permanente a la fabricación de instrumentos jarochos). Especialmente conmovedor es el “track sorpresa”: el micrófono abierto a los sonidos nocturnos distantes y cercanos de la sabana de El Hato, el mismo canto de insectos y ladrar de perros en otras rancherías que Utrera escucharía todas las noches de su vida, el mismo espacio nocturno donde a veces en los tiempos de antaño se percibía un fandango a lo lejos, el zapateado sobre todo, pero con más atención los bajos de la guitarra; de repente se escucha el hablar de Utrera; de repente recorre las cuerdas de su instrumento, y luego la noche cae de nuevo.

Utrera fue amigo y compañero. Siempre nos recibió con un torito: de jobo en temporada de las aguas y de limón en las secas. Incansable, siempre realizaba alguna actividad. Pasó sus últimos meses tejiendo hamacas y rodajas, esperando a la muerte. Ésta no hallaba el momento de llevárselo, porque siempre estaba tejiendo.

Gran conversador, nos remitía al pasado con sus cuentos y anécdotas de una vida que se fue terminando en El Hato. Siempre tuvo la guitarra a la mano, y a la primera provocación la sacaba para lanzar las notas al viento, esperando que llegaran a una bailadora de temple, como fue su prima, doña Juana Utrera, fallecida hace un par de años.

Con Utrera se fue el último de los viejos que conocimos a finales de los años 70. De los que mantuvieron viva la tradición y una presencia fiel durante el despertar jarocho; un eslabón con los viejos tiempos mitológicos. Trabajador, artesano y artista. Ya sin doña Juana y ahora sin él, El Hato es ya el Nuevo Hato.

Le sobreviven su viuda, doña Reina Luna Mauleón; sus hijos Roberto, José y Concha Utrera Leyva, por un lado, y Camerino, Anastasio, Antonio y Elizabet Utrera Luna, por el otro, y muchos nietos y nietas, bisnietos y bisnietas, y una flota fandanguera que tuvo el honor de contar con él como uno de los mayordomos musicales.

Como persona querida por la comunidad a la que sirvió sus últimos días –que los vivió a plenitud, en sus cinco sentidos– estuvo rodeado de amistades y familiares. A su muerte asistimos casi todos aquellos que tuvimos que ver con él.

*Músico veracruzano, director del grupo Mono Blanco