Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de octubre de 2012 Num: 921

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

La Revolución como novela
Guillermo Vega Zaragoza entrevista con Ignacio Solares

Felisberto y el cuerpo como novedad
Alicia Migdal

Luces y sombras de Felisberto Hernández
Carina Blixen

Las muñecas y Felisberto
Ana Luisa Valdés

XIV encuentro de poetas del Mundo Latino

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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
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La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


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Verónica Murguía

Disfraces

La primera vez que usé un disfraz iba en kínder. Fui una especie de mesera de Sanborns pero en chiquito. No tenía la edad suficiente para ser una China Poblana. Mis años sólo me alcanzaron para ser folclórica e indefinida, como el baile que ejecuté con el resto del grupo –los varones fueron vestidos de inditos– mientras mi madre me miraba desde la primera fila. La pobre hizo esfuerzos por no llorar pero acabó con el rímel chorreado, idéntica a Alice Cooper. Estaba tan injustificadamente orgullosa, que no pudo dejar de sollozar hasta que terminó el Festival.

Me encantó. La crinolina, el olor a spray de pelo, los zapatos nuevos. No me importó ser la niña que peor bailaba del salón. Sí, bailé pésimo, pero no era yo. Era una niña distinta, con ojos de muñeca logrados con delineador y la boca pintada con el bilé de mi madre. Mis artísticas pestañitas me hicieron babear frente al espejo. Eran idénticas a las de Lorena Velázquez. La boca se veía elegante. No se podía disimular, pero sí adornar, digamos.

El gusto me duró toda la primaria, pero no era una afición que mis padres compartieran. Rápidamente aprendieron a salirle al paso a mi necesidad de transformarme y se convirtieron en improvisadores: niña leñadora (camisa a cuadros y bigote); mestiza (huipil yucateco y rebozo); conejo (diadema con orejas). Todo clase B, aunque fui una aldeana realista la única Navidad en la que quedé en la pastorela y algunas veces, inolvidables para mí, fui bruja. Mi madre hizo el disfraz.

Conservo una foto en la que tengo como cinco años. Miro la cámara con expresión adusta, algo lúgubre. No sé por qué. Estaba realizada. El sombrero de cucurucho, la túnica negra con la calabaza al frente, así quería vestirme yo. No con el uniforme de la escuela. ¿A quién le podía gustar el cuello de plástico blanco, la corbata roja? Eso no tenía chiste, ni accesorios bellos como la escoba diminuta que formaba parte de mi indumentaria de Halloween, esa fiesta que, a pesar del consumismo y la pueril interpretación de los misterios del duelo, me gusta por los disfraces.

Ya para sexto de primaria mis padres dejaron de esforzarse porque el disfraz ya no era esencial en los actos escolares. En noviembre salían del paso en el que los metían las invitaciones a fiestas de Halloween con el socorrido atuendo de hippie. Resultaba el más barato porque la preparación consistía en ponerme la ropa de mi mamá, atarme un paliacate alrededor de la cabeza y mancharme los cachetes con margaritas y símbolos de la paz. Sí, había quienes usaban lujosos disfraces con peluca incluida, pero mis padres, sensatamente, los consideraban dinero tirado a la basura.

Ya en secundaria, mientras el resto de las niñas se disfrazaba de adultas, es decir, se maquillaba a escondidas, se subía la bastilla del uniforme o se ponía pantimedias, yo soñaba con vestirme como D’Artagnan. Botas negras de ante, calzas, túnica a la rodilla, camisa con puños de encaje, florete al cinto y sombrero negro. Bigote (no quiero ni imaginar lo que esto significa a nivel psicoanalítico y prefiero no saber) y piocha. No se me hizo.

Después del disfraz de bruja, tuve sólo un momento completamente satisfactorio en el campo de los disfraces: fui vestida como el beisbolista Catfish Hunter a una fiesta, para la cual no tenía nada preparado. En esa época usaba un corset ortopédico que me sujetaba de las caderas al cuello, pero mis padres me dieron permiso de quitármelo unas horas. Estaba emocionada y no quería ir de punk, que era lo de esos años. Al cuarto para la hora un relámpago revelatorio me impulsó a ponerme el uniforme de beis de mi hermano, quien jugaba en la Liga Maya. Me quedaba grande y las medias olían, previsiblemente, a queso, pero era un disfraz con todas las de la ley. Yo no sabía nada de beisbol, laguna que aún subsiste, pero sabía quién era él. ¿Cómo no prestar atención a esos bigotes, esa flema, esa calma?

Fui feliz con la pelota en una mano y el guante en la otra: una persona distinta de la adolescente esmirriada que era. Sentí que el uniforme me acercaba a un anhelo desdibujado, cuya forma concreta todavía ignoro. Me dio rabia quitarme mi atuendo beisbolero y meterme de nuevo en mi armazón de fibra de vidrio.

Ahora miro con curiosidad desprovista de nostalgia las tiendas de disfraces, aunque recuerdo nítidamente mis aficiones. Y suelo recordar la frase de Oscar Wilde: “Dale al hombre una máscara y te revelará la verdad”.