Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de octubre de 2012 Num: 921

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

La Revolución como novela
Guillermo Vega Zaragoza entrevista con Ignacio Solares

Felisberto y el cuerpo como novedad
Alicia Migdal

Luces y sombras de Felisberto Hernández
Carina Blixen

Las muñecas y Felisberto
Ana Luisa Valdés

XIV encuentro de poetas del Mundo Latino

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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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La víspera

Venía de un sueño profundo del que no pudo despertar del todo porque todavía no era el día. No abrió los ojos. Poco a poco, y como siguiendo la línea de un sendero o los bordes de un continente frente al mar trazados en un mapa, percibió su cuerpo sobre el lecho, sus bordes suavemente definidos, los puntos de vacío, los matices de calor y frío en los relieves y honduras de su piel hasta los huesos. Escuchó su respiración como un suspiro solo, venido de otra parte, como si fuera ajena, pero con una certeza íntima en la boca, en la sedosa espiral de su conciencia apenas. Desde afuera, algo –un golpe de viento o fuego o tierra– movió su cabeza que cedió a su propio peso milenario en la penumbra, y el roce del cabello sobre la almohada abrió un vuelo diminuto de libélulas, un abrupto crepitar de minúsculos incendios, y luego se detuvo. Aparecieron entonces también allá en el fondo el vago y delicado ritmo del corazón y el soplo soberano de la sangre, el rumor del agua en la sed de las entrañas, la tensión molecular de los músculos del pecho y de las piernas, el reflejo de los nervios, todo suspendido en el reposo, a la espera, entreverado en la distancia de una ausencia sin orillas que lo envolvía y acunaba con esmero. Se dio cuenta, nuevamente sin esfuerzo y sin asombro, de las varias edades que tenía cada una y a la vez tramadas en el hueco de las manos: se entendía, con los ojos todavía cerrados, así completo, individuo y también múltiple y disperso. Aunque difuso, tenía el recuerdo anterior a la infancia, o si no al menos en su inicio más remoto, de la misma sensación de infinita pausa y lucidez, cuando el mundo lo veía dormido y ovillado en los cálidos ramajes de esa sombra y desde el sueño él jugaba a ver el mundo ruidoso y atareado en la vigilia; tenía también la duración en años de ese instante desprendido de la tarde –si fuera de tarde– concentrada y quieta que ahora tanto y todavía le ceñía la frente, la cintura y los tobillos, y tenía la noción precisa de sí mismo ya mayor, anciano incluso, a salvo, sumergido en una ebriedad sutil y hospitalaria que le dejaba ver sin ansiedad o anhelo el círculo completo de su vida y su rostro fijo, anclado en una incesante oscuridad que destellaba. Entonces recordó, en un desorden fluido y natural, el aroma de la leche hirviendo en una olla de barro, el eco de una pelota contra un muro blanco, el primer escalofrío de la belleza y su último consuelo, la poderosa sencillez del alfabeto, el calor del pan alertando su amor y pensamiento, y otras tantas cosas que el agua lleva desde siempre a los encuentros y abismos de la carne. No era nostalgia ni futuro su memoria. En la intimidad de polvo y silencio en que yacía, ya asomaba el día señalado en los fugaces horizontes de la nada para erguirse en el vaho de su nombre y seguir el sendero de flores, cantos, risas y plegarias hasta la puerta ubicua de su casa.