Opinión
Ver día anteriorSábado 27 de octubre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Eric Hobsbawm
P

ara la vieja tradición positivista del siglo XIX, que fraguó su visión sobre la sociedad en la filosofía de Leopold von Ranke, la historia debía ser una disciplina con el rigor y las aspiraciones de una ciencia. Una cosmovisión del pasado que produjera postulados de Verdad (con mayúscula) objetivos que sólo pudieran ser objetados con los métodos y los procedimientos que habían llevado a su propio hallazgo. Con el paso de las décadas la visión de Ranke se reveló como una utopía metodológica, o si se quiere, como un gran relato ideológico sobre la historia. Armado con los dispositivos conceptuales del positivismo, el historiador devino presa de la mayor tentación (y el mayor espejismo) del saber moderno: situarse de manera omniscente frente a la sociedad, como si pudiera ubicarse en el lugar del vigía de un panoptikum del tiempo.

La crítica al positivismo, tan antigua como el propio siglo XIX, fundó sus premisas en dos postulados sencillos y complejos a la vez: 1) No existe la Verdad (con mayúscula), sólo las interpretaciones múltiples, relativas, frugales, efímeras, que se reducen a enunciarla de manera singular; y 2) El historiador no puede ofrecer la verdad sobre el pasado, sólo una de sus versiones. Cada sociedad produce una multitud de diferentes y encontradas narrativas de su historia, tan válidas y legítimas las unas como las otras; el problema es interpretarlas. El único acuerdo que puede estabilizar el territorio de la escritura de la historia es la posibilidad del desacuerdo; en eso reside su inevitable pluralidad y su riqueza. Para escapar a la tentación positivista, el historiador debe entender a su mirada tan sólo como la de un intérprete: una mirada entre muchas más que debaten y disputan las narrativas sobre el pasado.

Entre los historiadores del siglo XX que supieron recaudar y animar esta sensibilidad, casi como una vocación se podría decir, Eric Hobsbawm fue uno de los más destacados. Tony Judt captó con agudeza este peculiar rasgo de su obra en el texto que le dedicó en 2003 en el New York Times al examen de sus memorias (Interesting times: A twentieth-century fife, Pantheon, 2004): “Para él, ser un ‘historiador marxista’ sólo (significó) adoptar lo que (solía llamar) una aproximación ‘histórica’ o interpretativa. Cuando Hobsbawm era joven, el movimiento que privilegiaba las interpretaciones extensas por encima de la narrativa política para hacer énfasis en las órdenes económicas y sus consecuencias sociales, era radical e iconoclasta –el grupo de los Annales de Marc Bloch le imputaba cargos similares a la profesión histórica en Francia”. Tal el paralelismo con la escuela de los Annales sea un poco forzado (como lo es cualquier analogía), pero no hay duda de que uno de las mayores cometidos historiográficos de Hobsbawm fue transformar a la escritura de la historia en una exposición de la multitud de voces que constituyen a la sociedad.

Y es en la tensión frente a esa polifonía social que Hobsbawm encuentra, una y otra vez, en sus textos clásicos (Rebeldes primitivos, La era de las revoluciones, Imperio y nación, La invención de la tradición) que las grandes construcciones de los siglos XIX y XX (el capital, la nación, el Estado….) son maquinarias dedicadas a su propia destrucción. Digámoslo en palabras casi metafísicas: la stimmung de la modernidad. Hay una pregunta en La era del capital, uno de sus libros tempranos, que revela de alguna manera el espíritu conjunto de su obra. Después de registrar los saldos de la Primera Guerra Mundial (más de cinco millones muertos, la brutalidad contra los civiles, los primeros anuncios del exterminismo en el gas Zyklon), hace una pausa: ¿Cómo fue posible que la cultura que vindicó para sí misma ser el centro de la civilización haya contenido en su seno las fauces de la peor barbario que ha conocido la humanidad?.

Como E.P. Thompson, como Christopher Hill, como esa extraordinaria franja de historiadores críticos que produjo la cultura británica en la segunda mitad del siglo XX, Hobsbawm fue más que un crítico del capitalismo un crítico de Occidente: una de esas raras voces que supo encontrar en las ruinas de la historia europea los testimonios esenciales de esa historia.

La gran prueba de ese espíritu que animó a su obra, le llegó el año de 1989 con la caída del Muro de Berlín. Como tantos otros intelectuales de su generación, Hobsbawm militó en las filas del comunismo desde su juventud. Pero a diferencia de la mayoría de ellos, fue de los pocos que permaneció fiel a esas filas (¿Otra prueba de la falibilidad o la pobreza del arrepentimiento para la vida intelectual?) Y acaso por ello escribió una de las críticas más radicales y sensatas de la experiencia soviética (El siglo de los extremos, 1994: La tragedia de la revolución de octubre estriba precisamente en que sólo pudo dar lugar a este tipo de socialismo, rudo brutal y dominante. Y sin embargo, los conceptos no son más que los vagos referentes de las fábricas profundas de la sociedad. Toca al historiador descubrir el arraigo de su multiplicidad: El fracaso del socialismo soviético no empaña la posibilidad de otros tipos de socialismo. Esa operación de disyunción sólo es concebible si se atiende no a la historia de quienes convierten a su paso en la marca del sentido, sino al paisaje salvaje de las ruinas que van dejando a su paso.